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Muerte en el parque de las patinetas

 Muerte en el parque de las patinetas

Por Carlos Charis 

Aunque cualquiera con resaca y algo de tripas lo pudo haber escrito

El sol pegaba como si el infierno estuviera abierto.
En el parque de las patinetas, allá en Xonaca, un hombre decidió que ya había tenido suficiente.
Tal vez no tenía a quién llamar.
Tal vez ya nadie contestaba.

Subió a un árbol como si fuera el último peldaño hacia la nada.
Llevaba una cuerda, la intención clara, y una tristeza tan densa que se podía oler desde el otro lado del bulevar.
Pero la cuerda, como todo en este maldito mundo, también lo traicionó.
Se rompió.
Y el cuerpo cayó.
Como caen las cosas que nadie espera salvar.

No hubo aplausos.
No hubo consuelo.
Solo un golpe seco contra el pavimento y la vida saliendo por la boca como si ya no sirviera de nada tener pulmones.
La muerte no siempre es elegante.
A veces es torpe, ruidosa, casi ridícula.

Los deportistas que estaban ahí —chavos con audífonos, madres corriendo tras niños, viejos viendo el celular— se acercaron con la incomodidad de quien ve una escena que no pidió ver.
Llamaron a los paramédicos.
Pero cuando llegaron, el hombre ya estaba más allá que acá.
No respiraba.
No sangraba.
Solo estaba.
Con la cabeza rota y la historia incompleta.

Los policías acordonaron la zona.
Como si un poco de cinta amarilla pudiera detener la peste de la desesperación.
Esperaron a los de la Fiscalía para levantar el cuerpo.
Como si se tratara de una bolsa de basura más.

Era vecino del lugar, dijeron.
Uno de tantos fantasmas que caminan vivos por las calles hasta que deciden dejar de caminar.

Y así quedó el parque, con el árbol todavía de pie, el pavimento manchado, y los murmullos flotando como moscas:
que si estaba loco,
que si tenía problemas,
que si nadie lo vio venir.

Pero la verdad es que sí lo vieron.
Lo vimos todos.
Porque a veces, el suicidio no empieza con una cuerda,
sino con años de mirar al vacío y no encontrar ni un maldito eco que regrese.

Foto: Imagen de diseño.