Crónica breve desde Cuautlancingo, por Carlos Charis, con resaca moral incluida
Era sábado.
O algo que parecía sábado.
En Cuautlancingo las calles huelen a polvo caliente, pollo frito, y decisiones estúpidas.
Y ahí venía Eduardo —nombre genérico de un tipo específico— tambaleando sobre el asiento de su Voyager blanca, buscando una salida que no existía.
No supo si eran las luces del Oxxo o los recuerdos de su ex.
Pero aceleró.
Y chocó.
Primero contra dos coches estacionados, como si la vida no importara.
Luego directo contra la pared de la tienda, como si estuviera buscando redención en una lata de cerveza que no alcanzó a pagar.
Del otro lado del vidrio hecho trizas, los empleados del Oxxo se miraban sin saber si reír, correr o rezar.
Eduardo estaba tirado, medio vivo, medio idiota, medio México.
Dijo que no recordaba nada.
Y le creímos.
Porque nadie recuerda las cosas que hace cuando está podrido por dentro.
Los paramédicos lo levantaron.
Policontundido, dijeron.
Pero eso ya lo sabíamos.
La mayoría andamos así desde los veinte.
Los dueños de los coches dañados no quisieron presentar cargos.
Quizá por lástima.
Quizá porque ya saben que en este país los papeles sirven para envolver tortillas.
Eduardo “N” fue asegurado y llevado al Ministerio Público.
No gritó.
No lloró.
Solo murmuró algo que sonó a disculpa, o a canción de José José mal cantada.
Las autoridades, con su guion aprendido, invitaron a denunciar.
Pero nadie denuncia el vacío que se lleva uno en el pecho cuando maneja así.
Cuautlancingo se quedó con un Oxxo roto, una ventana hecha añicos, y otro tipo más que quiso huir de sí mismo y solo logró chocar.
Foto: Imagen de diseño.