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Tepeojuma se desangra y nadie escucha los gritos

 Tepeojuma se desangra y nadie escucha los gritos


Por Carlos Charis (un periodista cualquiera con el hígado lo bastante dañado como para escribir sobre esto)

A veces los pueblos no mueren con una explosión. A veces se desangran lento, a balazos, en silencio. A media calle, a media tarde. Así va Tepeojuma: arrastrándose en su propia sombra, con el alma en llamas y la cabeza agachada como un perro que sabe que no lo van a salvar.

Este fin de semana, una pareja —no tan inocente como quisieran hacernos creer— fue acribillada en el centro del pueblo. Amor o costumbre, quién sabe, pero ya estaban marcados. No fue un ataque cualquiera. Fue un ajuste de cuentas. De esos que no se escriben en papel, pero que todos entienden. Una deuda pendiente con gente que no perdona. De las que se pagan con sangre, no con explicaciones.

Los ejecutores llegaron armados, seguros, como si ya hubieran estado ahí mil veces. Dispararon sin piedad y huyeron sin prisa. Nadie los siguió. Nadie quiso ver. En Tepeojuma, todos saben cuándo cerrar la boca y bajar la cabeza.

Dicen que la pareja tenía vínculos con un grupo del crimen organizado que opera en la región. Narcomenudeo, información filtrada, cuentas cruzadas. Las versiones corren de boca en boca, como las moscas alrededor de la herida. Lo cierto es que los asesinos sabían lo que hacían. Y sabían por qué.

A los heridos los mandaron al hospital de Izúcar. Sangraban más que lo que el cuerpo puede dar. No sé si llegaron vivos, pero da igual: aquí la muerte no siempre espera al final.

Y no es la primera vez. Ni la segunda. Ni será la última. Hace poco aparecieron restos humanos en un libramiento como si fueran trapos viejos. Otros días son balaceras en caminos rurales, asaltos, robos, amenazas. La misma película con distinto reparto.

¿La policía? Bien, gracias. ¿El alcalde? Brillando por su ausencia, por eso no le toca. Aquí el crimen hace lo que quiere. Y cuando alguien cae, nadie pregunta por qué. Todos ya saben la respuesta.

La gente ya no vive. Sobrevive. Calla. Traga miedo como si fuera pan duro. Los colectivos gritan lo que el Estado no quiere oír: que Tepeojuma ya no es un municipio, es un territorio abandonado. Y el crimen se pasea como dueño legítimo.

Hay silencio en las calles. Pero no de paz. Es el silencio del miedo, de la resignación, de saber que mañana podría ser peor. Porque aquí, los disparos no se olvidan. Se repiten.

Y uno aquí, escribiendo. Maldiciendo. Viendo cómo la sangre se mezcla con el polvo del pueblo. Intentando contar algo que nadie quiere oír, porque ya lo vivieron, porque ya lo temen.

Tepeojuma grita. Y el mundo bosteza.


Foto: Diseño ilustrativo.