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Infierno con fusiles en San Francisco Tláloc

Infierno con fusiles en San Francisco Tláloc

Por Carlos Charis

Había una casa en San Matías Tlalancaleca donde el silencio olía a pólvora, y las paredes respiraban marihuana y miedo. Nadie reza allí. Nadie duerme tranquilo. No porque no quieran, sino porque no pueden. Es la casa de los que reparten muerte por litros y la esconden como si fueran santos del mercado negro.

La llamaban casa de seguridad. Como si el eufemismo la hiciera menos casa del horror, menos guarida de hienas. La FGE y la SSP —esos tipos de saco, gafas oscuras y alma desfondada— la encontraron. Entraron como entran los que ya no se asombran: patearon la puerta y vieron la guerra embotellada en AK-47, una SCAR reluciente como una amante letal, y una Browning 7.62 que aún olía a tripas calientes de otras tierras.

Cosas que encontraron:

Tres Kaláshnikovs que no estaban para adornar la repisa.

Una SCAR que no distingue entre justos y pecadores.

Una Browning con cinta de 124 balas, como si fueran dulces para el día del niño narco.

Una granada de gas para cuando la fiesta se pone pesada.

Y una arma hechiza, porque hasta en el infierno hay artesanos.


Pero el arsenal no venía solo. Dos bolsas de pasto seco que no era para el asador. Diez más para repartir entre los fieles de la esquina. Cristal en seis dosis, para aquellos que ya se perdieron y quieren seguir perdiéndose. Y chalecos, cascos, equipo táctico. Porque hasta los demonios se cuidan del plomo.

Había dos camionetas también. Una Expedition blindada —porque el plomo también viaja— y una Honda HR-V que seguramente no pagó tenencia en años. En esa casa no entraba la luz, ni Dios, ni el SAT.

La policía dice que esa madriguera pertenece a un grupo generador de violencia. Qué bonita forma de decir: hijos de la chingada que matan por el litro, por el polvo, por el miedo. Nadie los nombra, pero todos saben quiénes son. Venden droga, perforan ductos, y entierran cadáveres como si fueran semillas.

San Francisco Tláloc, en San Matías Tlalancaleca, ya no es un punto en el mapa. Es una línea roja. Otra más. Como tantas otras. Como todas.

Y uno aquí, escribiendo, fumándose el alma poco a poco, mientras los demonios juegan a la guerra con la banda sonora de la muerte en 7.62 milímetros.

Foto: Diseño ilustrativo.