La lista negra de Ana Martín: el costo de decir no a un presidente
Por José Herrera
Hay silencios que pesan más que las palabras. Y hay testimonios que, aunque llegan tarde, revelan verdades que nunca caducan. Esta semana, la actriz Ana Martín —ícono de las telenovelas mexicanas y sobreviviente del sistema de castings cargados de abusos— rompió el suyo: “Estuve en la lista negra”, confesó.
No fue un productor. No fue un ejecutivo de Televisa. Fue, según ella misma relató, un expresidente mexicano quien la acosó. Y no quedó en insinuaciones. La actriz detalló que el político —a quien no nombró— la llamó en plena madrugada, a su habitación de hotel, con una propuesta indecorosa y una invitación a Los Ángeles. Ana preguntó con indignación cómo había conseguido su número. No hubo respuesta, pero sí consecuencias.
Rechazar al poder en México tiene precio. Ana Martín lo pagó con años de ostracismo laboral. De un momento a otro, dejó de ser considerada para papeles, quedó fuera de producciones y vivió en carne propia el peso invisible del veto. “No me dieron trabajo”, recordó. La lista negra no era una metáfora: era el castigo por no doblegarse ante el machismo institucionalizado en las élites del poder.
Lo más grave no es solo que un presidente mexicano haya intentado usar su investidura para obtener favores sexuales —práctica vieja, por cierto, entre quienes confundieron el poder con el derecho de pernada—, sino que el aparato mediático que debía proteger a las actrices se prestó al castigo. ¿Cuántas productoras, canales y ejecutivos supieron del veto y callaron? ¿Quién más estaba en esas listas negras?
Ana Martín no dijo el nombre. Quizá por temor, quizá por el pacto de silencio que aún impera en ciertos círculos. Pero el solo hecho de que un testimonio así emerja en 2025 —cuando la industria se dice “reformada” y el feminismo ha tomado fuerza— deja claro que la impunidad sigue oliendo a caoba, a oficina cerrada y a impunidad con traje de gala.
Lo que vivió Ana no es un caso aislado. Es apenas una fisura en el muro de complicidad que protegió durante décadas a políticos que convirtieron a actrices, cantantes, periodistas y secretarias en trofeos sexuales. Y que, cuando se resistían, las silenciaban con la fórmula más eficaz: la exclusión sistemática.
Ana Martín sobrevivió al olvido, regresó al teatro y reconstruyó su carrera a fuerza de talento y temple. Pero no todas pudieron. Muchas callaron, otras aceptaron, algunas desaparecieron de escena sin que nadie preguntara por ellas.
El relato de Ana no solo es un testimonio. Es una denuncia velada de un sistema que sigue debiendo muchas respuestas. Porque en este país, hasta hace muy poco, decir “no” a un hombre con poder era firmar tu sentencia de invisibilidad.
Y aunque hoy la actriz ya no necesita papeles para ser reconocida, su voz sigue siendo necesaria. Porque mientras no se nombren los abusadores, la lista negra seguirá ahí, operando en silencio, disfrazada de meritocracia y “decisiones creativas”.