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Sobre reyes sin corona y asambleas de sombras

 


Sobre reyes sin corona y asambleas de sombras: el próximo cónclave y el alma de la Iglesia

Por José Herrera

Mientras el mundo moderno corre hacia adelante, distraído por pantallas luminosas y mercados insaciables, un teatro más antiguo y solemne se prepara discretamente tras los muros de piedra del Vaticano. En breve, los príncipes de la Iglesia vestirán de nuevo el cardenalicio rojo - ese color incómodo que recuerda la sangre de mártires y no de políticos - y cerrarán las puertas tras ellos, como lo han hecho desde hace siglos, para elegir a un Papa.

Y sin embargo, sería ingenuo pensar que este es simplemente un juego de piezas sobre un tablero eclesial. No, el próximo sucesor de Pedro no solo portará las llaves simbólicas de un reino que difícilmente gobierna. El nuevo Papa será algo más parecido a un equilibrista entre dos mundos condenados a no entenderse: un Occidente agotado de su propia ilustración y un cristianismo que duda en recordar su propia historia.

En tiempos menos luminosos, uno hubiera imaginado al Espíritu Santo silbando entre los frescos de Miguel Ángel para inspirar a los ancianos príncipes. Pero ahora, la escena parece un banquete en el que se han colado invitados no deseados. Globalistas y soberanistas, progresistas de tiara y cruzados de traje y corbata. Detrás de cada voto, una agenda, y detrás de cada agenda, una visión del orden mundial que recuerda más a la Torre de Babel que a Pentecostés.

Francisco, ese papa de los gestos que hablaba de ovejas y olores, rompió el protocolo y abrió las ventanas del Vaticano para dejar entrar el aire del siglo XXI. Pero el aire moderno es denso y está cargado de ideologías. Ahora, sus cardenales heredan la tarea imposible: abrir aún más esas ventanas o cerrar de golpe alguna que otra, antes de que la casa se desplome.

Quizá, como escribió Chesterton, “el problema de los herejes no es que amen demasiado a sus verdades, sino que olvidan las otras necesarias”. Así parecen debatirse los dos grandes bandos en este teatro sagrado: unos empeñados en bautizar al mundo moderno con agua de bautismo diluida, y otros determinados a devolverlo a un disciplinado monacato que ni ellos mismos practican.

El nuevo Pontífice deberá navegar entre escollos invisibles. Haga lo que haga, será condenado por unos y declarado traidor por otros. Es la carga de aquel que acepta una corona que no brilla como oro, sino que pesa como plomo.

Geopolítica del Espíritu: el cónclave como espejo del mundo que hemos creado

A quienes aún creen que la Iglesia Católica se gobierna en el vacío de lo eterno, conviene recordar que, incluso en la eternidad, se libra una guerra. No es casual que el Apocalipsis, tan citado por los piadosos y tan ignorado por los modernos, comience con cartas a comunidades divididas y termine con una mujer vestida de sol perseguida por un dragón. A veces, los símbolos dicen más que los cables diplomáticos.

El cónclave que se avecina no será una excepción. Desde las criptas hasta los satélites, el mundo entero —creyente o no— observa el evento como si esperara un juicio. Pero no un juicio de Dios, sino de nuestras propias ideologías. Globalismo o soberanía. Multilateralismo o fe nacionalista. Tradición o aggiornamento. Por detrás de cada túnica púrpura hay un espejo del alma humana en conflicto.

Francisco fue, para algunos, el primer Papa en hablar con los acentos del mundo moderno sin dejar de usar la sotana. Para otros, fue el caballo de Troya del progresismo en la basílica. Lo cierto es que, como en toda tragedia griega, ambos bandos contienen algo de verdad... y bastante de temor.

El ala conservadora del Colegio —Burke, Sarah, Zen y otros guardianes de la ortodoxia— no solo teme por la liturgia o los dogmas. Teme por el alma del hombre moderno, que ya no se confiesa, no se casa, no se arrodilla. Pero en su celo, a veces parecen más defensores de un museo que de un Evangelio vivo. El ala liberal, en cambio, predica misericordia, apertura, inclusión... pero se arriesga a diluir el mensaje hasta hacerlo irreconocible incluso para los ángeles.

Como advertía Lewis, “el camino más seguro al Infierno es el gradual”, y no porque el infierno lo desee abiertamente, sino porque lo normaliza dulcemente. ¿Será que, en este cónclave, unos temen al fuego del infierno y otros al frío del olvido?

Un papa en el cruce de los mundos

Mientras los cardenales rezan (y algunos conspiran), la sombra de la historia se cierne sobre Roma. La Iglesia, que en otro tiempo coronó emperadores, hoy es una pieza más en un tablero global donde la lógica del poder se impone al logos de la verdad.

La presión no solo viene de dentro. Rusia revaloriza su ortodoxia como columna de Estado. Estados Unidos, entre pastores evangélicos y cruzados digitales, exporta un cristianismo fragmentado pero influyente. China, pragmática hasta en su ateísmo, intenta domesticar a la Iglesia dentro de sus fronteras. Y Europa… Europa duerme, soñando con catedrales vacías.

Y aún así, entre cenizas y cenáculos, la Iglesia sigue de pie. Quizás porque no es un partido político ni una ONG, sino algo más antiguo que el coliseo y más joven que el alma recién nacida.

El veredicto

Decidirán 135 cardenales, 108 de ellos nombrados por Francisco. Pero ningún cálculo garantiza la voluntad de Dios. En Roma lo saben bien. “Quien entra Papa, sale cardenal”, repiten con sonrisa sutil. No es cinismo: es sabiduría de quienes han visto pasar imperios mientras aún se reza en latín.

Quizá el próximo Papa sea un moderado, como Pedro obligado a tender puentes entre Pablo y Santiago. Tal vez sea un africano, un asiático, un latinoamericano: lo que fue periferia es ahora centro. O quizá sea un italiano, como un guiño a la historia. No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es esto: si la Iglesia se convierte en un reflejo del mundo, perderá el poder de transformarlo. Y si el Papa es solo un administrador de crisis, y no un testigo del Misterio, entonces ni las llaves de Pedro ni las redes sociales podrán sostener el Reino.

Porque, al final, no se trata de progresismo o conservadurismo, sino de santidad. Y eso, lamentablemente para los analistas, no se puede predecir en los periódicos.