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El Lavacoches Kamikaze de Valsequillo

El Lavacoches Kamikaze de Valsequillo


José Herrera

Ahí estaba otra vez.
Parado en la esquina como un perro callejero que ya no ladra. Con la mirada sucia de alguien que ha visto demasiados frenos chirriar y demasiado poco amor.
Sudadera negra, cara de cansancio, manos de trapo y ojos de hambre.
No de comida. De dinero rápido, de atención, de poder momentáneo en la selva de concreto que es Bulevar Valsequillo.

Lo vi lanzarse como un suicida frustrado.
Un teatrero sin escuela.
Un acróbata del chantaje.
Un Hamlet de banqueta que en vez de calavera carga un trapo empapado.
Primero ofrecía el servicio con esa voz agrietada que solo se cultiva tragando smog y desprecio.
Si decías que no, te seguía unos metros, se ponía justo frente al cofre y… ¡pum!
Se arrojaba como si fueras un asesino en potencia.

Y entonces venía el show:
Gritos, manotazos, golpes al cofre,
"¡Me atropellaste, culero!",
y por supuesto, la exigencia económica disfrazada de indemnización exprés.

No era solo un lavacoches. Era un artista del chantaje emocional.
Una mezcla entre mimo callejero, actor de telenovela barata y extorsionador profesional.
Y el público, obligado, era cada conductor que tenía la mala suerte de pasar por ese cruce maldito entre Valsequillo y Juan Pablo II.

Lo peor es que funcionaba.
Más de uno prefería darle veinte pesos antes que lidiar con gritos, vecinos curiosos, o la policía con ganas de hacer justicia a cambio de mordidas.

En esta ciudad, fingir ser atropellado puede rendir más que un título universitario.
Y eso dice más de nosotros que del cabrón en sudadera negra.

Cuidado ahí afuera.
Porque no todos los que se lanzan al asfalto buscan cruzar la calle. Algunos solo quieren cruzarte el alma.