La muerte también viaja en paracaídas
Por Carlos Charis | 31 de mayo de 2025
Tenía 19 años. Una turista serbia, joven como tantas otras, se subió a un paracaídas remolcado por una lancha —esa especie de recreación absurda que combina mar, cuerda, velocidad y una ilusión de vuelo—. Lo que pasó después quedó grabado por una cámara que no sabía que filmaba una despedida.
Ella misma fue quien se quitó el cinturón. Desabrochó el chaleco. Miró hacia arriba. Y se dejó caer al vacío. No gritó. No pidió ayuda. No se resistió. Sólo cayó. Así de simple. Así de brutal.
Ocurrió durante una sesión de parasailing, esa moda costera donde la gente busca sentirse libre amarrada a una cuerda, como si la libertad pudiera comprarse por minutos. Pero ella no volvió. Cuando el paracaídas volvió a la playa sin cuerpo, sin alma, los encargados revisaron las cámaras. Y ahí estaba todo. Cada gesto. Cada segundo.
El cuerpo fue recuperado minutos después. Los paramédicos sólo pudieron certificar lo evidente: la muerte es más rápida que cualquier rescate.
Hay versiones que hablan de un ataque de pánico. Otras dicen que fue suicidio. Pero las etiquetas no cambian nada. Murió en el aire, bajo el sol de algún lugar donde la vida sigue igual que antes, aunque alguien ya no esté.
Las autoridades investigan. Los medios viralizan. Y los vivos seguimos fingiendo que estamos bien atados al paracaídas de la rutina.