Doña Raymunda votó con la muerte
En Poza Rica, Veracruz, la democracia le cobró caro a una viejita. Setenta y ocho años encima, un vestido floreado y los zapatos bien lustrados. Doña Raymunda. Se formó con dignidad, como si la espera valiera la pena. Pero el cuerpo, ese traidor silencioso, dijo basta justo antes de que le entregaran la boleta.
Fue en la casilla 3188, en la escuela primaria Luis Escudero Arenas. Una fila como cualquier otra: calor, bochorno, promesas impresas en carteles medio despegados. Y ahí, en medio de la espera, Doña Raymunda se desplomó sin un quejido. No alcanzó a votar, pero tampoco a quejarse del sistema. Simplemente se fue.
Los que estaban cerca corrieron a buscar ayuda. Vinieron los paramédicos, esos que ya llegan sabiendo que es demasiado tarde. Confirmaron lo que todos ya intuían: Doña Raymunda había dejado este mundo con la credencial en la mano. Dicen que fue un infarto, fulminante, pero eso es solo una palabra que usan cuando no quieren decir que a veces la vida se apaga sin razón aparente.
La Policía Estatal y unos ministeriales llegaron con cara de trámite. Aseguraron el área, tomaron fotos, levantaron actas. Cerraron la casilla por un rato, como si el sufragio tuviera pausa, como si la muerte pudiera esperar a que se contaran los votos.
Nadie sabe si ella alcanzó a ver los nombres en las boletas. Tal vez no importaba. Tal vez su único acto de fe fue presentarse ahí, en ese rincón polvoso de Poza Rica, creyendo que aún tenía algo que decirle al país.
Hoy, la jornada electoral del Poder Judicial tuvo su primera crónica fúnebre. No es tragedia épica ni escándalo político: solo una señora que creyó que su voto aún contaba.
Y eso, en estos tiempos, ya es bastante.