Abuelo y nieto: dos reyes sin corona, dos hienas del ambulantaje
Por Carlos Charis
El centro de la ciudad es una herida abierta, una postal podrida de lo que fue y de lo que nadie quiere ver. La calle 12 Poniente, esa boca sin dientes, huele a grasa vieja, sudor de lunes y papeles olvidados. Ahí, entre el humo de los tacos y la indiferencia municipal, una mujer—la vendedora de periódicos—resiste, como si resistir tuviera algún sentido.
Treinta y cinco años ahí. Bajo el sol, el frío, las campañas políticas, las lluvias traicioneras de mayo. Treinta y cinco años vendiendo palabras impresas mientras la ciudad se desmorona a carcajadas. Pero ahora, ni eso le quieren dejar.
Martín y Brayan Juárez, abuelo y nieto, se creen dueños del asfalto. Lideran la “11 de Marzo”, una de esas organizaciones de ambulantes que huelen más a impunidad que a antojito. Llegaron con amenazas, con la sonrisa torcida del que sabe que nadie lo toca. “Te vas o te vas”, dijeron. No con esas palabras, claro. Los cobardes no necesitan muchas sílabas para imponer miedo.
Todo porque una vendedora de tacos—sí, otra más—quiere plantar su imperio de grasa donde por décadas ha habido tinta y papel. El mundo se va al carajo y lo hace en salsa verde.
Ella no tiene nombre, porque en esta ciudad tener nombre es peligroso. Ya le desaparecieron una caseta antes, en la 14 Poniente y 3 Norte. Despertó un día y ya no estaba. Como si la historia no valiera nada. Como si las memorias pudieran guardarse en una bolsa de plástico y tirarse a la basura.
El 3 de mayo fue el punto de quiebre. Las amenazas se convirtieron en empujones. Las palabras en gritos. “Llamó a más mujeres y les dijo que sí estaban a mi altura, yo creo para pegarme”, contó. Ella, su hija y su nieto se turnan para cuidar el puesto. Lo cuidan como se cuida una tumba familiar: con miedo, con rabia, con la resignación de los que saben que nadie vendrá a ayudarlos.
Y el 5 de mayo, mientras desfilaban soldados y estudiantes, mientras el gobernador hablaba de paz y justicia, Martín y Brayan regresaron. Se llevaron parte de su mercancía. Le gritaron que no grabara. Se fueron solo cuando escucharon una patrulla. Una sola. Como si la ley todavía fuera una anécdota.
Ella ya no pide justicia. Pide que no le desaparezcan lo poco que le queda: su puesto, su hija, su nieto, su historia. Pero esta ciudad no es para quien pide. Es para quien impone, para quien rompe, para quien corrompe.
Y así seguimos: una ciudad que se arrastra, vendiendo tacos sobre los huesos de la dignidad.
Una ciudad donde los líderes ambulantes son reyes y las vendedoras de periódicos son fantasmas.