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Una carta envenenada

 

Una carta envenenada

Aquellos que la conocer únicamente algunos iniciados

Rodolfo Herrera Charolet

La presidenta Claudia Sheinbaum ha escrito una carta. No una de amor, ni una de luto. Una carta que ni ella quería escribir, ni Morena leer. Una carta que pesa más por lo que oculta que por lo que dice. Que existe, aunque nadie —salvo los pocos iniciados en el templo de las intrigas en color guinda— la hayan leído. Como un secreto de familia que se menciona en susurros, la misiva ha sido guardada bajo llave hasta el 4 de mayo, fecha elegida para su liturgia pública ante el Consejo Nacional, integrado por diversos líderes que son y los que quieren serlo o que se crearon a imagen y semejanza de los mandones. Qué oportuno: justo después del Día de la Santa Cruz, como si se tratara de clavarle simbólicamente una a los suyos o rescatar los maderos viejos para el milagro… esperando que no sea el de san Bruno.

Dicen las fuentes que el tono fue firme. Maternal, pero molesta. Casi una reprimenda. Sheinbaum no firmó como jefa del Ejecutivo, sino como lo hiciera una madre desesperada de un partido adolescente, que en sus primeras juergas se emborrachó con el poder y coquetea en desvaríos con el caos. No es difícil imaginar su fastidio. En su cabeza, Sheinbaum como en algunos de sus próceres, en Morena es aún ese movimiento pulcro, forjado por ideales y adoquines. Pero en la realidad, el partido ha mutado en un monstruo de mil cabezas, cada una con ambiciones propias, cada una masticando a los otros o nutriéndose con la sangre y las vísceras de los que llamaron corruptos.

Los destinatarios principales del regaño son claros, dirigentes todos o al menos eso es lo que han creído: Adán Augusto López, senador de la República y viejo compañero de ruta; Ricardo Monreal, maestro del ajedrez legislativo y eterno aspirante a todo, condenado posiblemente a las negociaciones que lo alejan de sus aspiraciones verdaderas; y Luisa María Alcalde, la dirigente nacional de Morena, hechura del expresidente y guía moral del movimiento. Su juventud que no la de su creador, es parte de su tibieza, no alcanza para domar a los dos primeros. Es como si la presidenta hubiese gritado “¡orden!” en una fiesta donde todos llevan meses bailando reguetón sobre la mesa.

Pero el grito llega tarde. Entre las bancadas, legisladores no se someten al control, ni de López ni Monreal. Se van por la libre, abrazando los ideales sin líderes, no dándose por aludidos con la reprimenda. Ellos siguen bailando, creyendo que dicha misiva es para otro, para el de junto, porque a ellos no les toca.

Tal vez saben que, en política, las cartas sin consecuencias son como discursos sin micrófono: se oyen solo en las primeras filas y por si acaso en el eco de la propia conciencia.

El medio es el mensaje, decía McLuhan. Y aquí el medio es la carta. Un gesto desesperado, silencioso pero estridente. No importa si es dura o suave, si tiene adjetivos o advertencias. Lo que importa es que existe. Que tuvo que ser escrita. Que Sheinbaum, que renunció temporalmente a su militancia para ser presidenta de todos, ha tenido que regresar, simbólicamente, al campo de batalla interno del partido en el poder que se encumbro gracias al hartazgo de un régimen corrupto y caduco. Esperanza que, con el paso de los días, se va apagando como una vela de pabilo flaco.

 La carta, por si no lo han entendido, es para recordarle a los suyos que aún manda, o al menos lo intenta. Que faltan cinco años, para que su sucesor la desplace hacia el juicio de la historia.

¿Y el partido? Silente, reverente, ensayando su cara de solemnidad para el 4 de mayo. Como si nadie supiera que el verdadero problema no es la carta, sino lo que la hizo inevitable y que ya se menciona, no en susurros sino a grito estridente, el nepotismo.

La carta si bien fue la alarma. Pero el incendio ya llevaba tiempo devorando la casa. El verdadero desencadenante de la misiva presidencial no fue un exabrupto, ni un exceso en redes, ni siquiera un mitin fuera de tiempo. Fue algo mucho más primitivo: su ADN, priísta (dicen algunos) que se caso con la izquierda maltrecha, creando un engendró dicharachero.

La presidenta Claudia Sheinbaum intentó hacer algo radical para los estándares de la política mexicana: impedir que los apellidos se hereden como si fueran cargos públicos. Presentó una reforma constitucional para prohibir el nepotismo electoral, esa vieja y querida tradición nacional que convierte a los Congresos en reuniones familiares y a las gubernaturas en negocios de herencia.

La idea era clara: impedir que los hijos, hermanos, esposas o cuñadas de un gobernante lo sucedieran en la silla. Suena lógico. Suena ético. Suena imposible.

El problema no fue la oposición. Ni los conservadores. Ni el PRIAN. El problema fueron los propios. Los senadores de Morena, esos que aplauden al viejo estilo del régimen presidencialista, en donde la coreografía de cada mensaje presidencial, va aparejado a la estrategia de sucesión que carece de ética. Y cuando se trata del linaje, los ideales se evaporan más rápido que las gotas de lluvia sobre el pavimento caliente del Zócalo a mediodía.

Caso ejemplar: Félix Salgado Macedonio, el patriarca de Guerrero, que ahora quiere cerrar el círculo y heredarle el bastón de mando a su hija, Evelyn Salgado, para que al término de su mandato lo regrese. Una dinastía guinda en pleno, sin pudor ni disimulo. Y luego está Ricardo Monreal, cuyas ramas familiares han florecido —¡oh, casualidad!— en puestos públicos durante los últimos años. El árbol genealógico da frutos, sí, pero sobre todo da nóminas.

El Congreso le dijo “no” a Sheinbaum. Así de simple. Y el “no” vino con la complicidad silenciosa de sus correligionarios. La presidenta, resignada, buscó un plan B. Propuso entonces llevar el espíritu de la reforma a los Estatutos internos de Morena, para impedir que en 2027 los candidatos lleven el mismo apellido que los actuales titulares o que sean familiares en primer grado de línea directa de la pareja o cónyuge. Una especie de purga genealógica, que ocurre dentro de casa.

Luisa María Alcalde, la joven dirigente con cara de primavera eterna y espaldas frágiles para tanto vendaval, aceptó la tarea. Anunció que el 4 de mayo —fecha ya mítica en esta novela de enredos— se discutirán las nuevas reglas. Una suerte de cortina de ética para cubrir la vergüenza de haber sido derrotados por su propio reflejo, como si se hubieran visto en un espejo maldito.

Algunos lo vieron como una victoria moral para Sheinbaum. Tal vez. Pero lo cierto es que, en los tiempos de AMLO, una iniciativa presidencial no se estancaba: se acataba. No se discutía: se obedecía. El hecho de que la presidenta tenga que mandar una carta, sea para pedir permiso o dejar constancia de su enfado. Suplicar los cambios internos o evitar los abusos, dice más sobre la fragilidad de su liderazgo que sobre la fuerza de sus convicciones.

En Morena, el poder ya no fluye en línea recta, sino ahora se diluye en ramas. Y en esa selva genealógica, Sheinbaum intenta podar sin motosierra ni machete en mano, con una carta en la mano y un silencio incómodo en los labios.

¿O no lo cree usted?

30 de abril de 2025 día del niño… y la niña.