30. HERMAN WEBSTER MUDGETT
El 1° de mayo de 1893 se inauguró en Chicago la Exposición Universal, que debÃa reflejar el gigantesco progreso de la humanidad en las industrias y en las ciencias. Era la edad de la seguridad. Y del optimismo. Por esos dÃas, abrió sus puertas en la ciudad de los vientos un fastuoso hotel. La obra fue proyectada por un tal Campbell y realizada bajo la dirección de un tal doctor Holmes. Ambos tenÃan un rasgo común: no existÃan. HabÃan sido creados por un tal Herman Webster Mudgett, quien recurrió a ese arbitrio para estafar a albañiles y proveedores de materiales de construcción y equipamiento del suntuoso establecimiento.
Si el aspecto exterior del edificio era por lo menos extraño, su interior era inquietante: toda su estructura estaba horadada por pasadizos secretos, trampas, espejos que permitÃan ver cuanto acontecÃa en las habitaciones,
y hasta cañerÃas de gas colocadas debajo del parquet, que se accionaban desde el subsuelo y hacÃan posible que los huéspedes pasasen involuntariamente del sueño diario al sueño eterno.
Si los clientes hubiesen tenido oportunidad de echar un vistazo a los sótanos, seguramente se habrÃan marchado sin detenerse a recoger sus equipajes. Porque hubiesen descubierto un horno crematorio, una tinaja con ácido sulfúrico, una mesa de disección anatómica, con decenas de bisturÃes, sierras y otras herramientas relativamente afines con la industria hotelera. Si nadie se preocupaba por las desapariciones, menos intriga despertaban las cartas falsificadas que enviaba a los familiares de sus huéspedes para que sus familiares o socios les girasen más fondos, porque lo estaban pasando bomba.
Con, probablemente, unas doscientas muertes sobre la conciencia, este Barba Azul sádico y obseso sexual puede considerarse, en la lista de premios de los grandes criminales, como una especie de "recordman" en todas las categorÃas. Su mansión del suburbio de Englewood en Chicago -el Holmes Castle- es aún hoy la casa de matar más sofisticada de toda la historia de la criminologÃa.
El Dr. Holmes, cuyo verdadero nombre era Herman Webster Mudgett, nació en 1860 en Gilmanton, en una honrada y muy puritana familia de New Hampshire. Muy pronto manifestó hacia las mujeres -y sobre todo hacia las mujeres de fortuna- el interés poco corriente que iba a hacer de él un auténtico donjuán del crimen.
A los dieciocho años, se casó con una rica joven llamada Clara Louering. Para pagar sus estudios de medicina, la arruinó, y después, una vez obtenidos con lustre sus diplomas en la Universidad de Michigan, la abandonó para irse a vivir con una guapa viuda que se complació en subvenir a sus necesidades gracias a las rentas de su respetable casa de huéspedes. Siendo ya médico, dejó sin pena a aquella segunda conquista, ejerció durante un año en el estado de Nueva York y fue después a establecerse en Chicago.
Alto, guapo, con aire distinguido, siempre elegantemente vestido, Mudgett tenÃa innumerables éxitos amorosos. Al llegar a su nueva ciudad no tardó en seducir a una joven encantadora (y casualmente millonaria) llamada Myrta Belknap. Para vencer las reticencias que la virtuosa señorita le oponÃa, tomó el nombre de Holmes, se casó con ella y, gracias a unas falsificaciones de escrituras, se apresuró a estafar 5,000 dólares a su familia polÃtica para hacerse construir, en Wilmette, una casa suntuosa.
Consiguió entonces, en las afueras de Englewood, la gerencia de una farmacia propiedad de una viuda excesivamente ingenua, de quien se hizo a la vez su amante y hombre de confianza. A base de falsificaciones de contabilidad y de malversaciones de fondos, logró hacerse dueño de la totalidad de los bienes de la desgraciada, después la hizo "desaparecer" y puso en obra su gran proyecto.
Para construir su castillo el Dr. Holmes recurrió a varias empresas. Estas nunca eran pagadas e interrumpÃan pronto sus obras. De esa manera, el propietario era el único en conocer detalladamente un edificio cuyo extraño arreglo habrÃa podido suscitar la curiosidad.
La exposición de 1893 se estaba preparando y debÃa atraer a Chicago una muchedumbre considerable, entre la cual habrÃa, por supuesto, multitud de mujeres guapas, ricas y solas. Ingeniosamente, Holmes decidió por lo tanto aprovechar aquella situación. Gracias a una serie de hábiles estafas adquirió un terreno y emprendió la construcción de un enorme hotel con aspecto de fortaleza medieval, cuya disposición interior concibió él mismo.
Cada una de las habitaciones de aquel extraño inmueble estaba provista de trampas y de puertas correderas que daban a un laberinto inextricable de pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas visuales disimuladas en las paredes, el doctor podÃa observar a escondidas el vaivén de sus clientes y sobre todo de sus clientas.
Disimulada bajo el entarimado, una instalación eléctrica perfeccionada le permitÃa por otra parte seguir en un panel indicador instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras vÃctimas. Con sólo abrir unos grifos de gas, podÃa finalmente, sin desplazarse, asfixiar a los ocupantes de unas cuantas habitaciones.
Un montacargas y dos "toboganes" servÃan para hacer bajar los cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según los casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en un incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. En una habitación, bautizada como "el calabozo", estaba instalado un impresionante arsenal de instrumentos de tortura. Entre las máquinas sádicas instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó particularmente la atención de los periodistas. Era un autómata que permitÃa cosquillear la planta de los pies de las vÃctimas hasta hacerles literalmente morir de risa.
El Holmes Castle fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la fábrica de matar del Dr. Holmes no se desocupó. El verdugo escogÃa a sus "clientas" con mucha precaución. TenÃan que ser ricas, jóvenes, guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos o familiares, su domicilio tenÃa que estar situado en un estado lo más alejado posible de Chicago.
¿Cuántas mujeres fueron violadas, torturadas y asesinadas en el castillo del Dr. Holmes? La cifra de doscientas es una aproximación verosÃmil. Seguramente por modestia, Holmes sólo confesó veintisiete, lo cual serÃa bien poco si se toma en cuenta la importancia de las instalaciones que habÃa colocado.
Con el final de la Exposición, las rentas del hotel acusaron una caÃda brutal, y Holmes se encontró pronto corto de dinero. El medio más sencillo que imaginó para procurarse ingresos fue incendiar el último piso de su inmueble y reclamar a su asegurador una prima de 60,000 dólares, sin pensar un instante que la compañÃa podrÃa muy bien hacer una investigación antes de pagárselos. Descubierto, nuestro doctor tuvo que refugiarse en Texas, donde se apresuró a realizar diversas estafas que lo llevaron por primera vez a la cárcel. Liberado bajo fianza, vuelve a salir unos meses después no sin haber puesto en pie una nueva operación criminal.
La idea era sencilla e ingeniosa. Un cómplice, llamado Pitizel, debÃa hacerse un seguro de vida en una compañÃa de Filadelfia. Se presentarÃa luego como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No habrÃa más que repartir la prima que cobrarÃa la Sra. Pitizel, mientras que el "muerto" irÃa durante algún tiempo a hacerse olvidar a Sudamérica. Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su plan y de matar realmente a Pitizel. Aquella solución tenÃa en su opinión la ventaja de ahorrarle la búsqueda peligrosa de un cadáver y, sobre todo, permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima, deshaciéndose ulteriormente de la Sra. Pitizel y de sus hijos -lo cual, para él, sólo era un simple trabajo rutinario.
Muy cooperador acudió, pues, a la morgue para reconocer el cuerpo de su amigo, fue a Boston a buscar a la desdichada viuda y la trajo a Filadelfia para que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo compañero de celda, Marion Hedgepeth, vino a sembrar la duda en el ánimo de los aseguradores.
La policÃa hizo una investigación. Remontó con paciencia todos los eslabones de la cadena. Holmes confesó primero la estafa a la compañÃa aseguradora y, ante las pruebas abrumadoras reunidas en su contra, los asesinatos de Pitizel y de sus hijos.
Holmes fue condenado a muerte por el Tribunal de Filadelfia y ahorcado el 7 de mayo de 1896. Sólo tenÃa treinta y cinco años.
Ante el tribunal, Holmes afirmó haber asesinado a veintisiete personas a lo largo de su vida. Eso es poco creÃble. El acusado disfrutaba burlándose de la justicia; confesaba, por ejemplo, el asesinato de personas que estaban vivas. Por lo tanto nunca sabremos con certeza el número de sus vÃctimas. A juzgar por los descubrimientos hechos en su castillo, es considerable. La cifra de doscientas es propuesta por los criminólogos como la más verosÃmil.
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