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Tlatlauquitepec: Deudas de luz, sombras de poder


 Deudas de luz, sombras de poder

Por Carlos Charis, con los nudillos sangrando en la máquina de escribir

Tlatlauquitepec no es una utopía. Es un pinche pueblo que se arrastra entre neblina y rezos, donde los postes eléctricos parpadean como si quisieran confesar algo y nadie se atreve a escuchar. No hay epopeya aquí, ni héroes con capa. Hay calles empedradas, sí, pero llenas de baches, y una casta de políticos que aprendió que el olvido colectivo es más barato que pagarle a la CFE.

Porfirio Loeza Aguilar —el mismo que se aparece en cada elección como un mal recuerdo que no se va ni con aguardiente— se olvidó de que gobernar no es un derecho, es un suplicio. Y ni eso cumplió bien. Se le hizo fácil dejar que la deuda por alumbrado público creciera como maleza: 535 mil pesos de oscuridad, acumulados no por error, sino por abandono. ¿Y qué? Nadie en el cabildo llora. Nadie en la plaza exige. La luz se apaga, pero el poder se queda.

En sus años de alcalde, Porfirio administró el municipio como si fuera su vieja cantina: fiando todo, pagando nada, y cerrando la puerta cuando llegaban los cobradores. Dicen los oficios de la CFE que hubo nueve avisos. Nueve. Y ni una respuesta. Ni una puta disculpa. Porque cuando uno se acostumbra a vivir en la penumbra, se vuelve alérgico a la claridad.

Aquí no se trata de focos fundidos. Se trata de la podredumbre que florece cuando nadie quiere mirar de frente. El alumbrado público, esa cosa tan básica como el aire y el agua, fue ignorado como se ignoran los gritos de una mujer golpeada a las dos de la mañana: con la cobardía del que ya se resignó.

La ley dice que podrían sancionar al gobierno municipal. Las leyes, ja. Esas cosas se escriben en papel más delgado que el respeto que estos tipos tienen por su gente. Tlatlauquitepec no tiene gobernantes, tiene administradores del olvido. Gente que llegó a la silla no para servir, sino para sobrevivir. Y mientras más tiempo logren quedarse, más se convencen de que están haciendo algo bien.

Pero lo peor no es la deuda, ni la oscuridad, ni los documentos ignorados. Lo peor es esa indiferencia que ya se pegó a los huesos del pueblo. Esa idea de que “así son todos”, de que “no se puede hacer nada”. Esa costra moral que convierte al ciudadano en sombra, en espectador, en cómplice.

Loeza todavía tiene la opción de pagar. Puede abrir la cartera, firmar el cheque, mandar el oficio. Pero esa no es la verdadera deuda. La verdadera deuda es con la gente. Con los niños que caminan por callejones oscuros, con los comerciantes que cierran temprano para no tentar al diablo, con los viejos que ya no ven claro ni con sus recuerdos.

Gobernar no es posar para la foto con el listón rojo. Es sostener una vela encendida mientras los demás duermen, aunque el viento sea fuerte y las manos duelan. Pero este cabrón soltó la vela hace rato.

Quizá la luz regrese. Quizá algún día alguien la pague. Pero lo que no se recupera es el tiempo perdido en la sombra.

Y en Tlatlauquitepec, la sombra ya aprendió a quedarse.