San Pablo del Monte apesta a muerte
Por nadie... bueno, por Carlos Charis
2 de mayo de 2025
Lo encontró la doña Tomasa antes de que saliera el primer rayo de sol, antes de que pudiera prender su comal ni acomodar las gorditas en la hielera azul, justo cuando apenas había terminado de acomodar los botes de agua y sacar el anafre que siempre reventaba de óxido por las noches, y ahí, frente a ella, como si la tierra misma hubiera vomitado a su maldito hijo, estaba el bulto: una bolita humana, envuelta en un pañal de caricatura, chorreando sangre seca, callado como un muñeco usado, con esa clase de silencio que sólo da la muerte recién hecha, fresca, tibia todavía.
Y más allá, unos pasos adelante, el coche humeaba todavía. La carrocería negra y podrida por el fuego, las llantas apenas derritiéndose en el asfalto, como manteca vieja, y adentro el cuerpo: el bulto informe de carne crujiente, un muñeco de ceniza que antes fue un hombre, que alguna vez tuvo nombre, una esposa tal vez, o una madre llorándole los huesos, pero ahora, ahora no era más que eso: un cadáver irreconocible ardiendo como basura mal apagada, como si alguien lo hubiera querido borrar del mundo y no supiera cómo hacerlo del todo.
Y en Xolalpa nadie dice nada. Porque todos lo vieron, claro que lo vieron, lo escucharon, sintieron cómo la madrugada se estiraba como una liga a punto de romperse, cómo el calor se volvió sudor frío y cómo los perros callaron justo antes de que el motor se apagara. Pero aquí nadie habla. Aquí todos se tapan los oídos con estampitas de la Virgen, y se persignan con rabia, y maldicen en silencio porque hablar es meterse, y meterse es morir.
Y qué van a decir los policías, si llegaron tarde, si tomaron las fotos como turistas en el infierno, si uno de ellos vomitó detrás de la patrulla mientras otro se comía un gansito, y los forenses ni se bajaron del coche, solo alzaron la mirada, anotaron “masculino, sin identificar” y se fueron como si todo aquello fuera solo parte de un trámite, una cifra más para el Excel, un número sin nombre para el puto boletín que nadie lee.
Y lo del bebé ni siquiera lo pusieron en la nota. Porque no pesa. Porque no vende. Porque un recién nacido no mueve reacciones si no tiene nombre, si no hay drama, si no hay culpable que pueda salir en la tele. Así que lo anotaron como “producto humano”, como si fuera una falla de fábrica, un aborto tirado como si nada, entre el monte y las piedras.
Y mientras, allá en la esquina, los vecinos rezan con los ojos abiertos, no por fe sino por miedo, porque ya aprendieron que aquí ni Dios se asoma, que San Pablo del Monte es tierra de nadie, o peor: tierra del que paga más caro por el silencio.
Porque eso es lo que vale la vida aquí: una bolsa de cemento, una chamarra sin placas, una caguama tibia compartida entre tres. Y mientras el noticiero pasa comerciales de detergente con madres felices y casas blancas que aquí no existen, la calle guarda el eco.
Y ese eco apesta.
Apesta a pañal, a llanta quemada, a carne podrida,
a ese tipo de miedo que se mete entre las uñas
y te acompaña incluso cuando duermes.
San Pablo del Monte apesta a muerte.
Y nadie quiere limpiar.