La familia Cortés y la corrupción de Cuautempan: un clan al servicio de la impunidad
Por José Herrera
El nombre de los Cortés se pronuncia en susurros. En Cuautempan, donde la corrupción es casi un deporte local, la familia no es solo una herencia política, es un imperio invisible que se extiende como un virus que muta de generación en generación. Y, como todo imperio, sus raíces se hunden en el lodo de la impunidad.
El patriarca de la saga, Gerardo Cortés, que fue presidente municipal en dos periodos, no se contentó con manejar los hilos políticos del municipio. No. Era el tipo que siempre miraba a ambos lados de la calle antes de tomar decisiones. Detrás de sus sonrisas de campaña y su discurso populista, había un hombre que tejía una red de favores. Sus hijos no fueron ajenos a ese legado. Gerardo Cortés Caballero, el alcalde actual, creció bajo el peso de la maldición familiar. El hijo, como el padre, tenía claro que la política no es solo cuestión de ideales, sino de billetes, favores, y cómo sostener el poder mientras el pueblo se ahoga en promesas rotas.
Las investigaciones que hoy sacuden a Cuautempan no son nuevas. Los habitantes del municipio siempre supieron lo que ocurría en los pasillos del poder. Lo sabían cuando el padre de Gerardo, el viejo Gerardo Cortés, se pasó de oscuro en sus dos mandatos. Lo que los Cortés entendieron muy rápido es que en Puebla, en México, todo se puede comprar. Todo, desde un voto hasta un silencio. Desde el manejo del presupuesto municipal hasta las licencias para construir sobre terrenos donde la ley no existe.
La familia Cortés no era solo la dueña de las oficinas del poder. No, ellos controlaban cada rincón de Cuautempan. En cada esquina había alguien con el apellido Cortés o al menos alguien que les debía un favor. En cada nómina del Ayuntamiento, un Cortés o alguien de su círculo más cercano estaba cobrando sin necesidad de hacer mucho. Algunos, los más discretos, tenían contratos de obras públicas o, mejor dicho, contratos de fantasía. Esas obras nunca se terminaban, pero los pagos llegaban a tiempo. Y de alguna forma, el dinero siempre encontraba su camino hacia las manos correctas.
Mientras tanto, las familias del pueblo seguían viviendo bajo el mismo techo de pobreza. En las colonias, los niños jugaban entre la basura y el abandono, pero los Cortés seguían sonriendo, operando desde su mansión o desde cualquier lugar donde el poder les diera acceso. Y si alguien se atrevía a levantar la voz, había formas de callarlo. Se hacía un “favorcito” o, si no, simplemente desaparecían las denuncias en los cajones más oscuros de la burocracia.
Pero ahora, después de que el hijo, Gerardo Cortés Caballero, saltó a la arena política, las cosas se pusieron aún más sucias. El joven Cortés, con su cara de buen muchacho, no solo siguió la estela de su padre. No. Esta vez, la familia se metió más de lleno en negocios oscuros. La extorsión, el secuestro y la portación de armas son solo algunas de las manchas que salieron a la luz. Y aunque las autoridades niegan que esto sea el fin de la dinastía Cortés, el pueblo ya no se deja engañar.
Los cateos en las propiedades de la familia no son solo una advertencia. Son el principio de un ciclo que ya estuvo mucho tiempo sumergido en la podredumbre. Pero no importa cuántos operativos se hagan, no importa cuántos bienes se confisquen. La familia Cortés siempre será como un cáncer que crece en la piel del pueblo: por cada rama que se corta, salen diez más.
La verdad es que la corrupción de los Cortés no es solo suya. Es de un sistema que ha aprendido a nutrirse de la ignorancia y el miedo de la gente. Es un sistema que te enseña a jugar el juego o te hace desaparecer del mapa.
Y así, Cuautempan sigue siendo un escenario donde la farsa de la democracia y la justicia se repite todos los días. Los Cortés, como siempre, miran desde su trono, esperando que todo se olvide, como siempre ha ocurrido. Pero las sombras de la historia pesan. Y no hay forma de huir para siempre.