El lector que a partir de ahora va a adentrarse en la historia real de John Wayne Gacy descubrirá que el mal humano se esconde en lugares todavÃa menos accesibles que una arteria cerebral colapsada, la que tenÃa Gacy desde que se cayera en el jardÃn de su casa cuando era niño y que, según algunos expertos, transformó su cerebro en una mente psicopática. Quizás el mal anide en las entrañas del alma de algunos hombres que parecen, pero sólo parecen, buenos.
No cabrÃa otra forma de calificar a un ciudadano tan ejemplar como John. Era un eficaz hombre de negocios, dedicado plenamente a hacer crecer su empresa de albañilerÃa y decoración, a cuidar de su casa, a amar a su segunda esposa y a cultivar las relaciones sociales. El tiempo libre siempre lo dedicaba a los demás: organizaba las fiestas vecinales más famosas del barrio, se vestÃa de payaso y amenizaba las tardes de los niños ingresados en el hospital local.
Incluso fue tentado por la polÃtica y se presentó como candidato a concejal. Y lo habrÃa llegado a ser si no se hubiera cruzado en su camino el joven Jeffrey Rignall y su tenaz lucha por la supervivencia.
El 22 de mayo de 1978, Rignall decidió salir a tomar unas copas en alguno de los bares del New Town de Chicago. Mientras paseaba, ya de noche, un coche le cortó el paso. Un hombre de mediana edad y peso excesivo se ofreció para llevarle a la zona de bares más famosa del lugar. Rignall, osado, despreocupado, acostumbrado a viajar haciendo auto stop y, sobre todo, harto de pasar frÃo, aceptó la invitación sin sospechar que aquel hombre, en un descuido, le iba a atacar desde el asiento del conductor y a taparle la nariz violentamente con un pañuelo impregnado de cloroformo.
Lo siguiente que Rignall pudo recordar fue la imagen de su nuevo colega desnudo frente a él, exhibiendo una colección de objetos de tortura sexual y describiendo con exactitud cómo funcionaban y cuánto daño podrÃan llegar a producir. Rignall pasó toda la noche aprendiendo sobre sus propias carnes mancilladas una y otra vez la dolorosa teorÃa que su secuestrador iba explicando. A la mañana siguiente, el joven torturado despertaba bajo una estatua del Lincoln Park de Chicago, completamente vestido, lleno de heridas, con el hÃgado destrozado para siempre por el cloroformo, traumatizado… pero vivo. TenÃa el triste honor de ser una de las pocas vÃctimas que escaparon a la muerte después de haber pernoctado en el salón de torturas de John Wayne Gacy. En sólo seis años, 33 jóvenes como él vivieron la misma experiencia, pero no pudieron contarlo. A veces, el camino hacia el mal es inescrutable, se esconde y aflora, parece evidente y vuelve a difuminarse. Toda la vida de Gacy resultó una constante sucesión de idas y venidas. Fue torpe en los estudios, se matriculó en cinco universidades y tuvo que abandonarlas todas; sin embargo, terminó su último intento de estudiar Ciencias Empresariales y se licenció con brillantez. Hasta llegó a ser un hábil hombre de negocios. Se enroló en cuantas asociaciones caritativas, cristianas y civiles pudo, pero mantuvo una oscura relación con su primera esposa, llena de altibajos y cambios de temperamento. Tuvo dos hijos a los que amó y respetó, sin que eso nublara un ápice su eficacia para atraer y matar a otros adolescentes. Resulta, incluso, paradójico que un hombre obeso y aquejado de graves problemas en la espalda fuera capaz de atacar, maltratar, matar y enterrar a jóvenes llenos de vigor. Pero lo hizo una y otra vez, hasta en 33 ocasiones.
Pero si fue doloroso encontrar los cadáveres de 33 jóvenes incautos, peor resultó saber que su asesino ya habÃa dado muestras de lo que era capaz de hacer. Poco después de casarse por primera vez, comenzaron a circular insistentes rumores sobre la tendencia de Gacy a rodearse de jóvenes varones. Rumores que sus vecinos vieron confirmados cuando el amable John fue acusado formalmente por un juez de violentar sexualmente a un niño de la ciudad de Waterloo. Él siempre sostuvo que las acusaciones no eran más que un montaje creado por el sector crÃtico de una de las asociaciones cÃvicas a las que pertenecÃa. Pero cuatro meses más tarde, la mesa del juzgado recibÃa la documentación de una nueva denuncia. La propia vÃctima del supuesto ataque sexual habÃa sido apaleada. El agresor, un joven de 18 años con dudosa reputación, declaró que fue Gacy quien le pagó para escarmentar al niño que le acusaba. El caso estaba claro: Gacy fue sentenciado a 10 años de prisión en la penitenciarÃa de Iowa. La historia de un asaltador de menores parecÃa tocar felizmente a su fin…, cuando en realidad, no habÃa hecho más que empezar. Incomprensiblemente, Gacy salió de la cárcel un año y medio después, aireando un indulto concedido en atención a su buen comportamiento y las "evidentes muestras de reforma dadas por el reo". El juez no tuvo duda de que aquel preso de 27 años se habÃa transformado en otro hombre: lo que no supo hasta tres años después es que el nuevo John Wayne Gacy era aún peor. Gacy no sólo se las arregló para engañar al juez, también engañó a los vecinos de Sumerdale Avenue que lo acogieron en su segunda vida; a Lillie Grexa, una mujer divorciada y madre de dos hijos que se enamoró de él y aceptó su propuesta de matrimonio; a los clientes de una brillante empresa de reformas de albañilerÃa que él mismo montó y, lo que es peor, a decenas de jóvenes varones que acudÃan a casa de Gacy bajo la promesa de un trabajo bien remunerado como albañiles.
La vida social del hombre que los fines de semana se vestÃa de payaso para entretener a los niños enfermos en varios hospitales subÃa como la espuma. Dos de sus fiestas más sonadas, una al estilo "vaquero" y otra hawaiana, llegaron a congregar en su casa a más de trescientas personas. Todas regresaron a sus domicilios comentando dos cosas: lo agradable que era aquel ciudadano regordete, bonachón y trabajador y lo mal que olÃa su jardÃn. Porque era la comidilla del barrio que un terrible hedor fluÃa por las calles cercanas a la casa de Gacy y su segunda esposa. Ésta estaba convencida de que bajo las cañerÃas de su casa habÃa algún nido de ratas muertas. Él aseguraba que el olor se filtraba desde un vertedero cercano y siempre estaba posponiendo una supuesta visita al ayuntamiento para tratar de arreglar el problema.
Ningún vecino supo reconocer el tufo de los restos humanos, por eso, ninguno llegó a sospechar el acontecimiento que estaba a punto de sacudir la armoniosa vida de Sumerdale Avenue.
En diciembre de 1978, la madre del joven de 15 años Robert Piest empezó a impacientarse al ver que no regresaba del trabajo. El chico se ganaba un dinero extra ayudando en una farmacia, y estaba a punto de entrevistarse con un tal Gacy que le habÃa ofrecido mejorar su situación si trabajaba como albañil para él. La desaparición de Robert fue puesta en conocimiento del teniente Kozenczak del departamento de policÃa de Des Plaines. Entre sus pesquisas, el agente hizo una llamada a Gacy, ya que su nombre aparecÃa entre los papeles del chico. Por supuesto, el ciudadano Gacy no acudió a la cita (se excusó diciendo que estaba enfermo), pero se presentó voluntariamente en la comisarÃa al dÃa siguiente. Para entonces, el teniente se habÃa encargado de estudiar el historial penal de aquel hombre (sentenciado e indultado por asaltar a un menor). Aunque Gacy negó cualquier relación con Piest, la policÃa logró una orden de registro de su domicilio en la que se incautó del más completo arsenal de instrumentos de tortura jamás visto en la región. Pocos dÃas hicieron falta para lograr que Gacy confesara y entregara a la policÃa un detallado plano del jardÃn de su casa, en el que habÃa marcado los lugares donde yacÃan los 33 cadáveres. En su declaración final, la vida del payaso asesino pareció sacada de una pelÃcula de terror. Durante el juicio, Gacy aseguró que existÃan “cuatro John: el contratista, el payaso, el vecino y el asesino y constantemente respondÃa con las palabras de uno y de otro”. Lo que no pudo explicar fueron los motivos que le llevaron a dejar con vida al joven Rignall, cuya declaración sirvió para mandar al criminal a la camilla donde se le aplicó una inyección letal el 10 de mayo de 1994. Sus últimas palabras fueron: “¡Besadme el culo!” .
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