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Ebola

Este virus no es un solo agente infeccioso. Existen varias cepas de él, y no han dejado de evolucionar y mutar desde que este mal atacó a los humanos, hace casi 40 años.

El virus del ébola no es un solo agente infeccioso. Existen varias cepas de él, y no han dejado de evolucionar y mutar desde que este mal atacó a los humanos, hace casi 40 años. Al brote ocurrido en África occidental en 2014 se le llamó ébola Zaire y, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), fue el más letal y complejo desde que se descubrió el virus, en 1976. Segó la vida de más de 11,100 personas, sobre todo en Guinea, Liberia y Sierra Leona, cifra que supera a la de todos los demás brotes de ébola juntos.


Aquí se narra la historia, tomada del exitoso libro de 1994 The Hot Zone, de Richard Preston, de cómo surgió el ébola Zaire... y por qué es tan temible.

Era septiembre de 1976, y el lugar, un distrito de la zona norte de la República del Congo, una región de bosque tropical con aldeas dispersas y atravesada por el río Ébola. Hasta la fecha, el primer caso de ébola Zaire (el Congo entonces se llamaba Zaire) en humanos no se ha podido identificar. Se cree que en los primeros días de ese mes, algunas personas que al parecer vivían al sur del río Ébola tocaron algo sanguinolento.

Quizá haya sido carne de mono (los aldeanos de la zona cazaban monos para comer), de elefante o de otro animal, o tal vez una persona tocó un insecto aplastado, fue picada por una araña o mordida por un murciélago. Sea cual haya sido el huésped original del virus, parece que el contacto de sangre con sangre permitió a éste ingresar al mundo humano.

El virus apareció en el Hospital de la Misión de Yambuku, una clínica rural administrada por monjas belgas. El hospital era un conjunto de estructuras con techo de lámina y paredes de concreto encaladas, instalado junto a una iglesia en el bosque. Los aldeanos hacían fila a las puertas de la clínica, temblando de fiebre a causa de la malaria, en espera de que una monja les pusiera una inyección.

La Misión de Yambuku también tenía una escuela. A finales de agosto de ese año, un maestro de la escuela se fue de vacaciones con unos amigos. En una camioneta prestada exploraron la región, recorriendo despacio los caminos de tierra bajo el denso follaje de los árboles. Cuando llegaron al río Ébola, lo cruzaron en una barcaza que hacía de transbordador y siguieron avanzando hacia el norte. Se detuvieron en un mercado y compraron carne de antílope y un mono recién sacrificado; luego de poner la comida en la parte trasera de la camioneta, reanudaron el viaje por un camino lleno de hoyos.

Cuando el maestro volvió a su casa, su esposa guisó la carne de antílope, y toda la familia la comió. A la mañana siguiente el maestro se sintió mal, así que se dirigió al Hospital de Yambuku para que las monjas le inyectaran algún medicamento.

Todos los días las monjas usaban cinco jeringas para poner inyecciones a cientos de personas. Ellas y sus asistentes de vez en cuando lavaban las agujas en una palangana con agua caliente para desinfectarlas, pero lo habitual era que diesen un pinchazo tras otro sin lavar las jeringas, y mezclaban la sangre de todo el mundo. El virus del ébola es muy contagioso, y como unas cuantas partículas de él suscitan una reacción extrema en cada nuevo huésped, esas condiciones eran perfectas para su propagación.

Pocos días después de haber recibido la inyección, el maestro enfermó de ébola Zaire; era el primer caso que se conocía de la infección. Tal vez había contraído el virus durante su viaje por el bosque, o quizá a través de una aguja sucia, lo que significa que otro paciente del hospital era portador del virus y había recibido una inyección con la misma aguja que después se usó con el maestro.

El virus irrumpió en más de 50 aldeas en los alrededores del hospital. Mató primero a quienes habían recibido inyecciones, y luego a sus familiares, sobre todo a las mujeres, que en África son las que preparan los cadáveres para enterrarlos. A continuación el virus atacó a la mayoría de las enfermeras del Hospital de Yambuku, y después a las monjas.

La primera religiosa que contrajo la infección había asistido en el parto  a una mujer que estaba muriendo de ébola y que dio a luz un bebé sin vida. La monja se manchó las manos con sangre de la madre y del feto. Es posible que haya tenido alguna llaga o cortadura pequeña en una mano, ya que contrajo una infección masiva y murió al cabo de cinco días.

Otra monja del hospital, conocida sólo como la hermana M. E., sucumbió también al virus. Un sacerdote y otra monja, la hermana E. R., llevaron en auto a la hermana M. E. a la ciudad de Bumba, donde alquilaron una avioneta para ir a Kinshasa, la capital del país. Una vez allí, trasladaron a la hermana M. E. al Hospital Ngaliema, donde los médicos la aislaron en una habitación individual.



Cómo mata el virus

El ébola Zaire ataca todos los órganos y tejidos del cuerpo humano, excepto los huesos y los músculos estriados. Invade el torrente sanguíneo, infecta algunas células y empieza a llenarlas de “paquetes” de partículas víricas. Estos paquetes se forman cerca del centro de cada célula y se desplazan hacia la pared celular; una vez allí se desintegran, y las partículas víricas se diseminan en el torrente sanguíneo del huésped. Las partículas entonces infectan las células de todo el cuerpo y siguen multiplicándose.

Comienzan a formarse coágulos en la sangre (que se espesa y fluye despacio), los cuales se pegan a las paredes de venas y arterias. Esta obstrucción corta el suministro de sangre en diversas partes del cuerpo, lo que origina puntos muertos en el cerebro, el hígado, los riñones, los pulmones y los intestinos. En la piel aparecen unos puntos rojos llamados petequias, que son hemorragias subcutáneas.

Conforme el virus absorbe las proteínas del cuerpo, los tejidos se van carcomiendo. La piel se llena de pequeñas ampollas blancas; luego aparecen llagas en ella, y se pone blanda y pulposa. Literalmente, cada abertura del cuerpo rezuma sangre. La mucosa de la lengua adquiere un tono rojo muy vivo; luego se desprenden pequeños trozos de ese tejido, que hay que tragar o escupir, y la mucosa de la garganta y de la tráquea se agrieta e irrita durante los llamados accesos de vómito negro. El corazón también sangra, y con cada latido va llenando de sangre la caja torácica.

El virus del Ébola también ataca las membranas de los ojos, y cuando éstos se llenan de sangre, el enfermo queda ciego. Los órganos internos se van saturando poco a poco de sangre coagulada, pero la sangre que sale del cuerpo no se coagula.

El virus destruye gran parte de los tejidos mientras el huésped sigue con vida. El hígado se pone amarillo y fofo, se agrieta y se pudre. Los riñones dejan de funcionar, así que la sangre se llena de toxinas. La mucosa intestinal muere, se desprende y sale por el recto junto con grandes cantidades de sangre. El virus también destruye el cerebro, y la víctima tiende a sufrir convulsiones epilépticas mientras agoniza. El cuerpo se crispa y sacude, y los brazos, las piernas y los ojos se mueven sin control. Las convulsiones producen salpicaduras de sangre, y este factor se convierte en otra vía de propagación del ébola: la víctima salpica sangre por todas partes mientras agoniza, lo que permite al virus saltar a un nuevo huésped.

Tras la muerte, el cadáver se pudre rápidamente, pues los órganos internos ya llevan varios días muertos o parcialmente muertos. El tejido conjuntivo, la piel y los demás órganos empiezan a desintegrarse, y los líquidos que el cadáver rezuma están saturados de partículas víricas.



En la ciudad

Cuando la hermana M. E. murió, todo el cuarto donde estaba quedó manchado de sangre. El personal se llevó el cuerpo envuelto en sábanas, pero nadie se ofreció a limpiar la habitación, así que la dejaron cerrada con llave. Aunque nadie sabía qué había matado a la monja, estaba claro que se trataba de un agente infeccioso, y no resultaba fácil analizar con serenidad los síntomas de la enfermedad. Lo que tampoco contribuía a la calma eran los rumores que llegaban del bosque: que el agente estaba arrasando aldeas enteras.

Luego la hermana E. R. sucumbió también a la epidemia. Presentaba los mismos síntomas que la monja fallecida, así que la aislaron en otro cuarto del hospital. Una joven enfermera llamada Mayinga N. había atendido a la hermana M. E. en su agonía, y es posible que le hayan caído encima gotas de sangre o de vómito de la monja porque empezó a sufrir dolor de cabeza y cansancio. Sabía que estaba enfermando, pero se negaba a admitirlo. Cuando le dio el dolor de cabeza, se ausentó dos días del hospital. Anduvo por la ciudad tramitando un permiso para viajar al extranjero.

Al otro día se sentía peor, así que tomó un taxi para ir al Hospital Mama Yemo, el más grande de Kinshasa. No creía aún que se había contagiado. Quizá sólo sea malaria, pensó.

En el hospital, tomó asiento en la sala de espera. Nadie le prestó atención porque sólo tenía dolor de cabeza y los ojos irritados. Un médico le puso una inyección antipalúdica y la envió a la sala de cuarentena, pero no había una cama para ella allí.

Mayinga se trasladó entonces al Hospital Universitario. Los médicos no vieron nada anormal en ella, excepto posibles síntomas de malaria. Como el dolor de cabeza había empeorado, regresó al Hospital Ngaliema y pidió que la internaran. La aislaron en un cuarto, donde cayó en un sopor y el rostro se le puso tieso.

Las noticias sobre el virus se propagaron, y corría el rumor de que una enfermera infectada llevaba dos días deambulando por la periferia de la ciudad, en hospitales y lugares públicos, lo que desató el pánico. El rumor pronto llegó a Europa y a las oficinas de la OMS en Ginebra, Suiza. La enfermera Mayinga al parecer estaba propagando una letal infección desconocida en una ciudad africana poblada por millones de personas.

Los gobiernos europeos consideraron bloquear todos los vuelos procedentes de Kinshasa. El presidente de Zaire apostó soldados alrededor del Hospital Ngaliema, con órdenes de no dejar entrar ni salir a nadie excepto a los médicos. Se suspendió el tránsito de barcos por esa zona del río Congo, y se perdió todo contacto por radio con Bumba. Nadie sabía qué estaba ocurriendo río arriba, ni lo que el virus estaba provocando.



Se identifica la cepa

Mientras la primera monja, la hermana M. E., agonizaba en el hospital, los médicos le hicieron una biopsia para tratar de aislar una muestra del agente infeccioso desconocido. Cuando le sobrevinieron los estertores finales, le insertaron una aguja en el abdomen para extraerle un trozo de hígado. Como éste había empezado a desintegrarse, la jeringa se llenó de líquido, y al parecer un poco de sangre salpicó las paredes. Los médicos también extrajeron sangre y la vertieron en tubos de ensayo.

Las muestras se enviaron al Laboratorio Nacional de Bélgica y al Centro de Investigaciones Microbiológicas de Inglaterra, para que trataran de identificar el agente infeccioso. Entre tanto, científicos de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), de Estados Unidos, intentaban conseguir sangre de la monja.

El doctor Karl M. Johnson, director de la Sección de Patógenos Especiales de los CDC, quien había pasado mucho tiempo en los bosques tropicales de Centroamérica y Sudamérica, telefoneó a un amigo suyo del laboratorio inglés para pedirle que le enviara una muestra de la sangre.

Cuando la muestra llegó a Atlanta, la esposa de Johnson, la viróloga Patricia Webb, abrió la caja y vio que había escurrido sangre de los tubos de ensayo. Se puso guantes de hule, pero ésa fue la única precaución que tomó. Recogió algunas gotas de sangre con un hisopo de algodón y las vertió en matraces junto con células sanas de mono. Muy pronto éstas comenzaron a morir. El agente viral desconocido tenía la capacidad de infectar células de mono y destruirlas.

El doctor Frederick A. Murphy, también de los CDC, examinó las células agonizantes para tratar de fotografiar el virus. El mismo día que la enfermera Mayinga estuvo en tres hospitales de Kinshasa, Murphy observó algunas de esas células en el microscopio y quedó atónito: la muestra estaba repleta de partículas víricas con forma de hilos retorcidos.

El médico salió corriendo de la habitación, tomó una botella de líquido desinfectante y limpió todo el cuarto. Luego buscó a Patricia y le contó lo que acababa de ver. Patricia telefoneó a su esposo y le dijo que fuera al laboratorio cuanto antes.

—Fred examinó una muestra y encontró gusanos —añadió.

Trataron de clasificar lo que veían: serpientes, colas de cerdo, filamentos en forma de Y, de & o de una g minúscula. Vieron también una figura a la que llamaron “cayado de pastor”. Otros especialistas en el ébola vieron unas “armellas”, y ese nombre les pusieron a las partículas.

Al día siguiente Webb examinó el virus y vio que no reaccionaba a ninguna de las pruebas usadas con los virus conocidos. Ella y sus colegas habían aislado la cepa y demostrado que era un agente nuevo. Se habían ganado el derecho de ponerle nombre, y lo llamaron ébola.

Dos días después, el doctor Johnson viajó a Zaire con dos colegas de los CDC y 17 cajas de equipo médico a fin de organizar los esfuerzos para tratar de cercar el virus. Volaron primero a la sede de la OMS en Ginebra y luego a Kinshasa. “El lugar era un caos total”, contó Johnson después. “No había noticias de Bumba, ni contacto por radio. Sabíamos que las cosas estaban mal allí y que nos enfrentábamos a algo nuevo. Ignorábamos si el virus se propagaba por el aire, como el de la gripe. Pero si el ébola se hubiera propagado de esa forma, el mundo hoy sería muy diferente. Seríamos muchísimos menos.

”Habría sido muy difícil contener el virus si ésa hubiera sido la vía de contagio. Si el ébola se propagaba por el aire, no iba a haber ningún lugar seguro en el mundo. Así que era mejor trabajar en el epicentro que infectarse  en un teatro en Londres”.



Amenaza de muerte

Uno de los médicos que viajaron con Johnson sucumbió al pánico y regresó a su país. El otro, Joel Bremen, se unió al equipo de exploración de campo que, a bordo de una avioneta, partió hacia Bumba para averiguar qué estaba ocurriendo allí.

La nave enfiló al noreste, siguiendo el curso del río Congo. Todos a bordo miraban las interminables franjas de selva y las aguas pardas del río, o avistaban el destello de un lago recóndito o un conjunto de chozas. A Bremen lo aterraba la idea de aterrizar. En el aire estaba a salvo, pero abajo...

Empezaba a creer que iba a Bumba a morir. Había dejado a su esposa y a sus dos hijos en Michigan, y pensó que no volvería a verlos. Había subido a la avioneta con una muda de ropa en una mochila, además de un par de juegos de cubreboca de papel, bata y guantes de hule. Pero no llevaba el equipo adecuado para manejar un agente infeccioso.

Finalmente apareció la ciudad de Bumba, un puerto tropical a orillas del río Congo. Aterrados, los tripulantes dejaron los motores encendidos mientras apremiaban a los médicos a bajar con sus maletines. Los doctores se quedaron viendo cómo la nave aceleraba para despegar.

En la ciudad se reunieron con el gobernador de la región de Bumba, que parecía consternado.

—Estamos en aprietos —les dijo—. No hemos podido conseguir sal ni azúcar, ni siquiera cerveza.

Un médico belga de la OMS puso su maletín sobre la mesa y de él sacó un grueso fajo de billetes.

—Quizá esto ayude a mejorar las cosas —le dijo al gobernador.

Éste recogió el dinero y se ofreció a colaborar en todo lo que pudiera. Les prestó dos camionetas, y el equipo enfiló al norte, hacia el río Ébola.

Era la estación de lluvias en Zaire y el camino estaba lleno de baches, lodo y escurrimientos de agua. Los vehículos avanzaban entre la espesura en medio de un calor sofocante. De vez en cuando se topaban con aldeas, y en cada una de ellas encontraban el paso bloqueado por árboles talados. Los habitantes de la zona tenían su propio método para controlar el virus, y consistía en aislar sus aldeas del resto del mundo para protegerse de epidemias devastadoras. Era una especie de cuarentena autoimpuesta, una práctica africana antigua en la que los poblados se aíslan de los forasteros todo el tiempo que dura una enfermedad y expulsan de su territorio a los desconocidos.

“¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?”, les gritaban a los ocupantes de las camionetas desde la barrera de troncos. “¡Somos médicos, venimos a ayudar!”, era la respuesta. Los aldeanos despejaban el camino y entonces el equipo seguía adelante.

Finalmente llegaron a una hilera de chozas de base redonda, y más allá se hallaba una iglesia pintada de blanco. A los lados de ésta había dos canchas de futbol, y en una de ellas se alzaba un montón de colchones quemados. Más adelante estaba el Hospital de Yambuku, un conjunto de edificios bajos de cemento, con techo de lámina acanalada.

El lugar parecía desierto; sin embargo, los pisos estaban limpios. Los médicos visitantes encontraron a tres monjas y un sacerdote que habían permanecido en el hospital junto con varias enfermeras africanas. Entre todos habían limpiado el recinto después de que el virus arrasó con el resto del personal. Pero había una sala sin limpiar: la de partos. Nadie se había atrevido a entrar en ella. Cuando el doctor Bremen y los demás lo hicieron, vieron palanganas llenas de agua sucia esparcidas en el suelo y algunas jeringas usadas y manchadas de sangre. La sala había sido abandonada mientras varias mujeres agonizaban después de haber abortado fetos infectados de ébola.

La lluvia continuó todo el día y toda la noche. Alrededor del hospital y de la iglesia se alzaban hermosos árboles silvestres. Las copas se entrelazaban y se sacudían con el viento.

Cuando amaneció los médicos siguieron internándose en el bosque hasta llegar a las aldeas, donde hallaron personas infectadas agonizando dentro de sus chozas. A algunos moribundos los habían puesto en viviendas aisladas en las orillas de los poblados: una vieja técnica africana para hacer frente a la viruela. Y algunas chozas donde habían muerto enfermos estaban quemadas. Parecía que el virus se estaba aplacando, y que casi todas las víctimas que iban a morir ya habían perecido.

Los médicos trataron de comunicarse por radio con Kinshasa para avisar al doctor Johnson y a sus demás colegas que la epidemia parecía estar cediendo. Una semana después, seguían intentando establecer contacto, pero no lo consiguieron. Finalmente volvieron a Bumba y esperaron junto al río. Un día oyeron el ruido de una avioneta. La nave dio una vuelta sobre la zona y luego aterrizó. Los médicos corrieron hacia ella.



La calma regresa

En el Hospital Ngaliema habían aislado a la enfermera Mayinga en una habitación, cuyo único acceso era otro cuarto más pequeño donde el personal se ponía ropa protectora antes de entrar. Mayinga estaba al cuidado de una médica sudafrica-na llamada Margaretha Isaäcson. Ésta usaba una máscara antigás, pero cada día le resultaba más incómoda bajo el calor tropical. Ya no aguanto más, pensó. Seré la más sorprendida si logro salir  viva de aquí. Se acordó de sus hijos. Eran adultos, y ya no era su responsabilidad ocuparse de ellos. Se quitó la máscara y entonces atendió a la enferma con la cara descubierta.

La doctora Isaäcson hizo todo lo que estuvo en sus manos para salvar a Mayinga, pero nada parecía vencer a aquel microorganismo. “El sida es un juego de niños comparado con esto”, comentó la médica. Le daba a chupar cubos de hielo a la enferma para aliviarle el dolor de garganta, y tranquilizantes para que no se angustiara. Mayinga empezó a sufrir hemorragias por la boca y la nariz; la doctora le hizo tres transfusiones de sangre para reemplazar la que estaba perdiendo. En la etapa final le sobrevino a la enferma una taquicardia aguda: el virus le había entrado en el corazón. Esa noche murió de un infarto.

La habitación quedó contaminada por la sangre, al igual que los cuartos de las dos monjas, que seguían cerrados con llave y sin limpiar. La doctora Isaäcson tomó un balde y un trapeador y limpió las habitaciones.

Los equipos de auxilio se desplegaron por toda Kinshasa y consiguieron localizar a 37 personas que habían tenido contacto directo con Mayinga durante el tiempo que estuvo deambulando por la ciudad. Instalaron dos pabellones esterilizados y mantuvieron allí a esas personas por un par de semanas. Envolvieron los cadáveres de las monjas fallecidas y el de Mayinga en sábanas empapadas en sustancias químicas; luego los metieron en bolsas de plástico, los colocaron en ataúdes herméticos y celebraron una ceremonia fúnebre en el hospital, vigilados por los médicos.

El doctor Johnson, al no tener noticias sobre el equipo de médicos que se había trasladado a Bumba, se preguntó si habrían muerto; temía que el virus estuviera a punto de devastar la ciudad. Entonces convirtió un barco en un hospital flotante y lo mantuvo fondeado en el río Congo para que sirviera cono refugio de ais-lamiento para todos sus colegas. Si la ciudad terminaba convertida en un foco de infección, el barco haría las veces de zona protegida.

Pero para alivio de Johnson, de Zaire, de África y del mundo, el virus no reapareció en la ciudad; quedó confinado a la zona del nacimiento del río Ébola y a su escondite en la espesura. Al parecer, este virus no se transmite por el aire. Ni la doctora Isaäcson ni nadie se contagió por estar cerca de Mayinga. La enfermera había compartido una botella de refresco con alguien, y esa persona tampoco cayó enferma.

La crisis pasó. El ébola ha-bía surgido, se había alimentado de sus víctimas y se había retirado a la jungla. Ahí se escondería en las arañas o los monos, en los murciélagos o los insectos... Pero, como todos sabemos, algún día volverá con mayor ferocidad y atacará de nuevo.



Richard Preston ha escrito recientemente sobre un grupo de científicos de la Universidad Harvard que están descifrando el código genético de los virus del Ébola, así como acerca de varios otros investigadores que están probando vacunas y medicamentos para tratar la enfermedad. Hasta la fecha el ébola sigue siendo un enigma, pero los científicos no cejan en su empeño de encontrar la llave que por fin desvele ese misterio letal.