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Feminicidio en Puebla

  


Feminicidio en Puebla

Un llamado desesperado a la corresponsabilidad

Rodolfo Herrera Charolet

Entre campanas y torres de templos que se alzan como guardianes silenciosos, observan un pasado cargado de tradiciones con sombras y luces, en donde el eco de las palabras del gobernador poblano parece un trueno inesperado entre la quietud de su gente.

El 2 de septiembre, el gobernador Alejandro Armenta, con el peso de su cargo sobre los hombros, pronunció palabras que impulsan un llamado a la prevención, a la corresponsabilidad, pero que cayeron como gotas de lluvia ácida, sobre la piel herida de dirigentes y colectivos, que aún recuerdan y pretenden perpetuar la memoria de mujeres muertas.

"Hay que cuidar con quién convivimos, hay que cuidar de quién nos hacemos pareja. Hay que cuidar a quién tenemos en casa. Hay que cuidar las amistades que nos hacemos. Hay que cuidar cuánto alcohol ingerimos en una fiesta para evitar una acción de esta naturaleza", dijo el gobernante, mientras el aire del salón parecía espesarse con el murmullo de los periodistas y el fantasma de las víctimas ausentes. Estas frases, destinadas a promover la corresponsabilidad ciudadana en el combate del feminicidio en Puebla, fueron tomadas parcialmente por grupos inmersos en sus intereses y luchas.

Comentarios a la disminución de feminicidios en el estado —15 casos de enero a julio, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública—, desataron una tormenta de críticas. El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), esa red de 40 organizaciones en 22 estados, que vela por las vidas truncadas de las mujeres, las tildó de revictimizantes, un eco de culpas que resuena en las calles empedradas de Puebla, en donde deambulan alamas y suspiros de vidas truncadas.

Imaginemos la escena: el gobernador, frente a los periodistas atentos a cada palabra, con el sol filtrándose a través de los cristales del salón, intenta tejer un hilo de esperanza en medio de la oscuridad. Pero sus palabras, como un haiku mal recitado, fallan en capturar la esencia efímera de la vida femenina en un México, en donde el patriarcado, se enreda como niebla en la arboleda de sus montes.

En el torbellino del debate donde las perspectivas, unas evitando el compromiso que tienen y del otro, el gobierno que pretende encausar su lucha, es necesario recordar a Diana Russell y Marcela Lagarde, cuyo esfuerzo emerge como faro en la bruma, iluminando un enfoque de autocuidado no como carga, sino como acto de resistencia.

Feminicidio no es un acto aislado

Diana Russell, esa figura etérea nacida en el sol abrasador de Ciudad del Cabo en 1938, acuñó el término "feminicidio" en 1976, como un grito contra el silencio patriarcal. "El asesinato de mujeres por hombres porque son mujeres", lo definió, un eco que resuena en las páginas amarillentas de su obra Femicide: The Politics of Woman Killing, donde el feminicidio no es un acto aislado, sino el culmen de un continuum de violencia: desde el menosprecio cotidiano hasta la mutilación letal.

Russell, con su doctorado en psicología social, vio en el patriarcado una estructura invisible que normaliza el terror sexista, un velo que cubre los ojos de la sociedad mientras las mujeres navegan por ríos de riesgo.

En Puebla, bajo el cielo plomizo de la madrugada del 8 de septiembre del año 2017, la vida de Mara Fernanda Castilla Miranda, una joven de 19 años, se apagó en Puebla. La joven abordó el automóvil a las 05:06, avisó a su hermana Karen, pero nunca llegó a casa. Las cámaras de vigilancia revelaron la verdad que el conductor, Ricardo Alexis Díaz, intentó ocultar: Mara no bajó del vehículo. Horas después, su cuerpo fue encontrado, víctima de un feminicidio brutal, tras ser llevada a un motel y abandonada en la autopista Puebla-Orizaba. Su historia, impregnada de dolor y resistencia, se convirtió en un símbolo de la lucha contra la violencia de género,

Imaginemos a Russell caminando por las calles empedradas de esta ciudad, en donde sus ideas se materializan como sombras alargadas, su silueta recortada contra las fachadas barrocas, donde las mujeres caminan con la carga de un género que las marca como presas.

Ella argumentaba por un enfoque multidimensional: sanciones implacables a los agresores, políticas estatales que desmantelen el andamiaje patriarcal, y, sí, estrategias de empoderamiento para las mujeres. No como culpa, sino como supervivencia en un mundo donde el Estado a menudo falla. Las palabras de Armenta, malinterpretadas como un dedo acusador, podrían leerse desde esta óptica, como un susurro al autocuidado: evaluar con quién compartimos el pan y el lecho, reconocer los peligros en las sombras de las fiestas y las amistades efímeras.

Russell, en su testimonio ante el Tribunal Internacional de Crímenes contra las Mujeres en Bruselas, enumeraba riesgos específicos en espacios privados y sociales, donde las dinámicas abusivas se enredan como raíces subterráneas. "La educación sobre estos riesgos es una herramienta de supervivencia", escribía, mientras el viento de la historia llevaba sus palabras a oídos sordos.

En el contexto poblano, donde 15 feminicidios han teñido de rojo los primeros meses de 2025, el llamado del gobierno se transforma en una crónica de precaución. No exime al Estado de su deber —Russell lo enfatizaba: el patriarcado es sistémico, y el gobierno debe ser el primero en blindar las vidas femeninas—, pero invita a las mujeres a tejer su propia red de protección. Piense en una joven en una fiesta, el alcohol como niebla que nubla el juicio, y un depredador que oculta colmillos, agazapado con su disfraz de amigo. Tanto Russell como Armenta no culpan a la víctima; reconocen el peligro, como un baile delicado sobre el filo de la navaja patriarcal y nos recuerdan que mientras el sistema no garantice seguridad plena, el autocuidado es un acto de rebeldía, un haiku de resistencia en un ambiente de opresión

Marcela Lagarde, la antropóloga mexicana nacida en la bulliciosa Ciudad de México en 1948, adaptó el concepto de feminicidio al pulso latinoamericano como quien teje un rebozo con hilos de ira y esperanza. En su obra Los cautiverios de las mujeres, Lagarde desentraña el feminicidio como fruto de la impunidad rampante, la desigualdad de género y la inacción estatal, un tapiz donde el Estado no solo omite, sino que cómplice permite que las vidas femeninas se desvanezcan como humo en el viento.

"Es el resultado de prácticas sociales que avalan la agresión masculina", escribe, y en Puebla, sus palabras caen como lluvia torrencial sobre el asfalto caliente, recordándonos que detrás de cada feminicidio hay un silencio institucional que ahoga los gritos.

Desde su perspectiva, el consejo de Armenta sobre elegir parejas con cuidado y moderar el alcohol no es un veredicto de culpa, sino una invitación de autocuidado a las mujeres en un entorno hostil.

Lagarde, en su análisis de los feminicidios en Ciudad Juárez —ese desierto de ausencias que inspiró su labor en el Congreso mexicano de 2003 a 2006—, destacaba cómo las mujeres, ante la deserción estatal, forjan estrategias de supervivencia: evitar rincones oscuros, evaluar compañías riesgosas, fortalecer redes de sororidad. "El empoderamiento es clave", insistía, y en su Claves feministas para el poderío y la autonomía de las mujeres, aboga por la toma de decisiones informadas, por esa autonomía que transforma la victimización en poder.

En Puebla, entre los recientes dimes y diretes, Lagarde vería una formulación, cruda como un corte de navaja, que aún cuando carece de la delicadeza para no herir, pretende impulsar la corresponsabilidad y el autocuidado.

Imaginemos a Lagarde en una tertulia bajo los arcos del zócalo poblano, su voz firme como el basalto de las pirámides cholultecas. Ella, que impulsó la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, enfatiza la responsabilidad compartida: el Estado debe erradicar la impunidad, pero las mujeres, mientras tanto, deben navegar con astucia. El autocuidado, entonces, se erige como un acto de sororidad consigo mismas, un empoderamiento que no exime a los agresores ni al patriarcado, sino que iluminará su camino en la oscuridad.

Así, en el valle del Popocatépetl con su nieve eterna y junto a el Iztaccíhuatl “la mujer dormida” nos recuerda la belleza en la soledad; Armenta, Kawabata, Russell y Lagarde, retoman la fuerza en la resistencia colectiva, en un debate que da inicio a un tiempo en donde las mujeres no solo sobrevivan, sino florezcan, libres de la sombra del feminicidio.

¿O no lo cree usted?