Ni milpa, ni moches: la guerra moral de Armenta
El
gobernador quiere barrer la corrupción desde el maíz hasta el mármol
Por
Rodolfo Herrera Charolet
Puebla,
15 de mayo de 2025
El
gobernador Alejandro Armenta no está improvisando. Ni es un iluminado de último
minuto. Lo que plantea con su iniciativa “Ni milpa, ni moches” no es una
ocurrencia de campaña ni una frase pegajosa para redes sociales: es el primer
golpe —directo, seco, necesario— contra esa costumbre ancestral de hacer
política como quien administra una finca heredada: con moches, con cuotas, con
complicidades bajo la mesa.
Sí,
la corrupción en México tiene raíces tan hondas como una ceiba, y el gobernador
lo sabe. Lo ha visto. Lo ha vivido. Y por eso ha decidido cortarla desde el
tallo: en la tierra donde se gestan las candidaturas, donde florece la
ambición, donde se ofrecen cargos públicos como si fueran piñatas en manos de
patrocinadores. No es moralina, es diagnóstico. Y es también una advertencia.
“Las
campañas se han convertido en refugio de los quebrados”, dijo Armenta. Y no
miente. Hay quienes llegan al poder no para servir, sino para cobrarse lo que
invirtieron: bardas, espectaculares, desayunos con líderes de colonia. Esos son
los que buscan sembrar su milpa en cada oficina pública, esperando que les
crezca el contrato, la adjudicación, la nómina inflada.
El
gobernador pone el dedo en una llaga que muchos conocen, pero pocos se atreven
a mencionar. “Ni milpa, ni moches” no es sólo una ley: es una raya trazada con
tinta indeleble sobre la cartografía clientelar de la vieja política. Una
frontera ética en un sistema habituado a la transa como moneda de cambio.
Y
Armenta no está solo. Lo acompaña una ciudadanía harta. Molida. Cansada de que
los mismos de siempre lleguen con sonrisas de domingo a pedir el voto, para
luego atrincherarse en oficinas donde todo se cobra, todo se negocia y nada se
transparenta. Esa indignación no es nueva. Pero esta vez, alguien ha decidido
articularla en reformas, en leyes, en castigos.
Porque
la falta de transparencia también es corrupción. Y en los municipios es una
epidemia con licencia para operar. Ocultan contratos, maquillan cifras,
desaparecen licitaciones y facturan fantasmas. La opacidad es rentable. Y lo
saben.
Por
eso, la iniciativa del gobernador contempla penas más severas contra
funcionarios municipales que simulen rendición de cuentas, o peor: que
administren el silencio como forma de poder. Se acabó la impunidad para los
cínicos con fuero, los que se escudan en el “a mí no me toca” mientras reparten
el pastel entre amigos y parientes.
Los
ejemplos están frescos, hirviendo aún en la opinión pública. El caso de los
hermanos González Vieyra en Chalchicomula de Sesma, Tlachichuca y San Nicolás
Buenos Aires —una familia que convirtió al municipio en sucursal privada— es
apenas la punta de un iceberg que lleva años flotando entre nosotros,
pestilente e intocable.
O
el expediente abierto contra el presidente de Cuautempan, Gerardo Cortés
Caballero, señalado por cobros de piso, robo de mercancía y distribución de
drogas. Un alcalde prófugo. Un pueblo rehén de sus propios gobernantes. ¿Hasta
cuándo?
Pero
si hay una familia que merece capítulo aparte es la de los González Vieyra,
caciques de viejo cuño. Ramiro Margarito, patriarca de San Nicolás Buenos
Aires, y sus hijos —Uruviel y Giovanni— montaron su propio sistema feudal con
logo de partido. Movimiento Ciudadano les abrió la puerta y ellos convirtieron
los municipios en botines.
El
7 de marzo, la realidad les cayó encima. Operativos simultáneos de la Sedena,
Marina y FGR. Ranchos, armas, droga, aves exóticas. Todo lo que sabíamos, pero
que nadie tocaba. Todo lo que se había tolerado, hasta que la paciencia del
Estado se agotó.
En
2016, Uruviel adjudicó obras millonarias a empresas de su padre. En 2021, los
desvíos alcanzaban los 60 millones de pesos. Y, como suele pasar, todo estaba
documentado… pero ignorado. Hasta ahora.
Porque
“Ni milpa, ni moches” también es eso: un mensaje para los clanes que creen que
el municipio es una herencia, una tiendita donde se venden permisos, contratos
y votos. Se acabó, dice Armenta. Aunque duela. Aunque tiemblen los padrinos.
Aunque empiecen a girar —por fin— las órdenes de aprehensión.
Este
programa, anunció el gobernador, se aplicará en los tres niveles de gobierno.
Con ello, se busca una sacudida moral que toque desde el subsecretario hasta el
velador. “Vamos a barrer la escalera de arriba hacia abajo y de abajo hacia
arriba”. La frase suena bíblica, sí, pero contiene una lógica revolucionaria:
la limpieza empieza desde la cúspide.
Habrá
quienes duden. Quienes digan que es más de lo mismo. Que ya hemos visto
cruzadas anticorrupción disfrazadas de cortina de humo. Pero en un país donde
el cinismo se ha institucionalizado y donde denunciar un moche puede costarte
el empleo o la vida, que un gobernador dé la cara y proponga cárcel para los
corruptos —de verdad, sin eufemismos— no es poca cosa.
La
iniciativa incluye sanciones ejemplares, reformas alineadas con la Ley de
Responsabilidades de los Servidores Públicos. Pero más allá del tecnicismo
jurídico, lo que importa es el mensaje: el poder ya no será un negocio. El que
quiera sembrar, que se vaya al campo, no a la administración pública.
Armenta
quiere que lo recuerden no por los espectáculos ni por las giras, sino por
haberle declarado la guerra a un sistema podrido. Por haber sacado la podadora
donde otros sacaron la chequera. Y eso, en un país de simulaciones, es un acto
de valor. No basta con decirlo. Hay que sostenerlo. Con leyes, con expedientes,
con detenciones. Con voluntad.
Porque
en Puebla —como en muchas partes del país— la política dejó de ser vocación
para convertirse en negocio de familia. Y si esta cruzada tiene éxito, no sólo
caerán algunos nombres: caerán estructuras, redes, pactos. Eso es lo que está
en juego.
Y
eso no es una nota de coyuntura. Es el inicio de una reconfiguración moral. La
política, como el campo, necesita rotación de cultivos. Y sobre todo, necesita
limpiar la tierra.
¿O
no lo cree usted?