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Antes del saqueo


Antes del saqueo

Carlos Charis

Nadie nace corrupto. O al menos eso quiere creer la hija del exedil cuando recuerda la voz hueca que le decía al oído: “firma aquí y todo se acaba”. Pero la historia de su familia —como la de tantas otras en el México de los petroleros fantasmas y los abogados chacales— empezó mucho antes de esa firma.

En 2017, cuando todo era gasolina y muerte en Palmar de Bravo, cayó Pablo Morales Ugalde, el alcalde que mandaba más que el cura y el comandante juntos. Cayó con todo y gasolineras, con cuentas bancarias más gordas que las de un cártel de tercera y un apellido que retumbaba en los pasillos judiciales de Puebla y la Ciudad de México. La SEIDO le echó el guante con la soberbia del que ya huele al pez gordo, y de paso le congelaron hasta el alma: cuatro estaciones de servicio, diecisiete cuentas, dos propiedades y una reputación que valía menos que el litro de Magna robada.

Lo encerraron, lo exhibieron, lo dejaron pudrirse un año y medio en la cárcel. Luego lo soltaron, sin gloria ni disculpa, como se suelta a un perro que ya no muerde. En 2022, un juez lo absolvió. Pero el daño ya estaba hecho. El apellido Morales ya no olía a poder, olía a miedo.

Y es entonces cuando aparece él: Mario Giovanni Nava, un exagente de la SEIDO con cara de burócrata de crucifix y alma de mercenario. Tenía las llaves del infierno: la carpeta de investigación, las direcciones, los nombres, los movimientos, las fechas. Todo. Y también tenía hambre. No hambre de justicia, sino del otro tipo: el que se sacia con mochilas llenas de billetes.

A Mónica, la hija del exalcalde, la cazó como a una gacela desorientada. Le prometió limpieza, impunidad, el regreso de lo suyo. A cambio, le vació la esperanza en forma de un contrato apócrifo y una cifra obscena: 23 millones de pesos. La escena fue casi ceremonial. Sucursal Banorte, avenida Reforma. Cuatro tipos lo escoltaban. Ella temblaba como se tiembla frente a la policía cuando ya no crees en nadie. Firmó. Le entregó el dinero. Él sonrió. Y se fue.

Después quiso repetir la jugada con otro familiar. Quince millones más. Pero esta vez el truco era viejo, y la presa se le escapó.

Afuera, el país seguía siendo el mismo. Pablo Morales seguía litigando por lo que fue suyo. Sus cuentas aún dormían en el congelador de la justicia. Su nombre aún retumbaba en las noches de Palmar, como eco de un poder que ya no era, como advertencia de que hay crímenes que no necesitan disparos.

Porque en este México, a veces, el crimen más elegante no lo comete un sicario, sino un abogado que se aprendió bien el expediente.