Cinco años con el cuerpo bajo tierra: el infierno de Rafita fue en casa
Por José Herrera
Durante cinco años, una casa en la colonia Playas del Sur ocultó un secreto atroz. Cinco años en los que distintas familias vivieron, comieron, durmieron y respiraron sobre la tierra que cubría el cuerpo de un niño de 12 años. Se llamaba Rafael Huerta Vega, pero todos le decían Rafita. Desapareció un 6 de octubre del 2020. Dijeron que fue por frijoles, pero no volvió jamás. Lo enterraron ahí mismo, en el patio, en su propia casa, bajo los pies de sus verdugos.
Hoy, después de media década de silencio institucional y desesperación familiar, la Comisión de Búsqueda de Personas confirmó lo que su abuela Felisia siempre supo en el fondo de su corazón: que Rafita no estaba perdido, estaba muerto. Y que su asesino no era un extraño, sino su propio padre.
El niño que nadie quiso ver
Desde el principio, hubo señales. Vecinos hablaron de gritos, de golpes, de una figura paterna violenta y una madrastra ausente o cómplice. Pero eso no bastó. La denuncia quedó flotando en la burocracia y Rafita pasó a engrosar esa estadística que solo se menciona los días internacionales del niño, la familia o la búsqueda de personas desaparecidas.
Solo su abuela paterna, Felisia, lo buscó con dignidad, perseverancia y rabia. Marchó con colectivos, gritó su nombre, repartió volantes. Sostenía la esperanza de verlo con vida. Quizás más alto, con bigote, ya adolescente. Pero no. Lo encontró bajo tierra, hecho huesos, en el mismo patio donde lo vio jugar por última vez.
La casa del horror
El hallazgo ocurrió en abril, luego de un cateo en un domicilio sobre Río Grijalva y Coatzacoalcos. Ahí vivía Rafita con su padre Rafael N. y su madrastra María Elva N.. Ahí también, tras su desaparición, se rentó la casa a otras familias. Gente común, inocente, que jamás imaginó que dormía sobre un crimen.
Una casa alquilada como si nada. Mientras tanto, el niño debajo, con la tierra como lápida y el olvido como tumba.
La Fiscalía lo supo desde entonces, pero la confirmación pericial tardó dos meses. Dos meses más de espera para cerrar la Alerta Amber, para quitar el cartel con la sonrisa infantil que nadie quiso mirar en su momento.
Los monstruos siguen sueltos
Rafael N. y María Elva N., los principales sospechosos, huyeron justo después de reportar la desaparición del menor. Es decir, sabían. Actuaron con premeditación. Abandonaron la casa y desaparecieron. Cinco años después, siguen libres. Ni fichas rojas, ni capturas espectaculares. Solo silencio.
La Fiscalía General del Estado insiste en que continúa la investigación. Pero en los hechos, parece más dispuesta a escarbar en papeles que en rastrear culpables.
Rafita no es un caso aislado
Historias como la de Rafita se repiten a lo largo y ancho del país. En patios, cisternas, lotes baldíos. Niñas y niños asesinados por quienes debieron protegerlos. Instituciones que reaccionan tarde, o nunca. Y familias que buscan con más corazón que recursos.
Este no es solo un caso policial. Es un retrato del fracaso estructural de un Estado que no protege ni a sus hijos más pequeños. Es un grito que exige justicia no solo para Rafita, sino para todos los menores víctimas de la violencia intrafamiliar, del abandono institucional, de la impunidad genética.
Descanse en paz, Rafita
Rafita ya no está desaparecido. Pero tampoco está en paz. No mientras sus asesinos caminen libres. No mientras su historia se quede en la nota roja y no en la memoria colectiva.
Y aunque la tierra le sirvió de sepulcro estos cinco años, que ahora la palabra, la verdad y la justicia —si algún día llega— sirvan de epitafio digno para un niño que nunca debió morir así.