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La palabra que obligaba


 

Jesús Horacio Cano Vargas

La palabra que obligaba

“La mejor forma de cumplir con la palabra empeñada es no darla jamás”: Napoleón Bonaparte


En este siglo XXI, muchos dirán que la palabra ha perdido valor. Y es cierto que, en sociedades cada vez más impersonales, al ensimismarnos sin ver al otro, hemos perdido de vista lo que en verdad vale.

Mis colegas abogados me dirán que la palabra vale poco, que vale menos que antes. Incluso, algunos se atreverán a decir que nos conviene que así siga. Porque si la palabra tuviera verdadero valor, tendríamos menos trabajo. No haría falta redactar contratos con cláusulas complicadísimas que garanticen obligaciones: bastaría con la palabra dada, y eso lo resolvería todo.

Pero no siempre fue así. Álvaro D’Ors en su libro Derecho Privado Romano, sostiene que “la fides es una idea central del pensamiento jurídico y político de Roma: propiamente, la lealtad a la palabra dada…” al mismo tiempo señala que “la fides llega donde no alcanza la fuerza vinculante de forma, y es el fundamento de todas las obligaciones no formales…”

Es decir, la palabra en Roma, sobre todo en el periodo arcaico, era fuente de la obligación ya que bastaba hacer una sponsio (promesa) para estar adquirir una obligación, misma que podía ser reclamada por medio de una acción denominada legis actio iudicis arbitrive postulationem.

Entonces, ¿qué pasó?, ¿por qué tuvimos que darle certeza a la palabra? Primero escribiéndola, luego garantizándola como si fuera una apuesta que respalda lo dicho. Parece que, con el tiempo, fuimos desconfiando, y vimos necesaria una mayor seguridad jurídica. Así nació un derecho más técnico, más formal, pero también más distante del vínculo personal.

Eso, en el mundo del Derecho

Mis amigos en la política me dirán que la palabra puede estar devaluada… pero no la suya. ¿Y qué más van a decir? Si algo tenemos los que nos dedicamos a la política, es precisamente la palabra dada. Cumplir o no lo que se dice —en público o en privado— te hace buen o mal político. El poder de la palabra, en la consecución del bien común, es esencial.

Claro que también en la política hemos tenido que escribir y garantizar lo dicho: el contrato de adhesión entre ciudadano y gobernante está contenido en el orden jurídico de cada país, estado o municipio. El cumplimiento del mandato popular, cuando se recibe, se garantiza con el patrimonio… o con la libertad misma.

Ahora bien, muchos políticos, en lugar de promover la confianza, me han dicho como consejo: “En esto de la política, no confíes en nadie”. Después de algunos descalabros, podría parecer buen consejo. Pero les digo lo contrario: es necesario confiar en la palabra del otro. Sin confianza no se puede llevar a cabo ninguna acción que busque el bienestar común. Desconfiar de todos es pensar que uno puede hacerlo todo solo, sin la posibilidad de la ayuda del otro. Pero cuando alguien nos ayuda, también estamos creyendo en su palabra.

Mis amigos periodistas me dirán que la palabra, por supuesto, vale. Y que somos muy vulnerables a ella. Lo que declara un funcionario público, claro que cuenta. Y ni hablar de la opinión de algún periodista de renombre: basta con que alguien, con la credibilidad que respalda su trabajo, diga algo —con simples palabras— para afectar la reputación de otro. Las afirmaciones pueden ser verdaderas o no… pero igual hacen daño.

Los psicólogos también me dirán que la palabra tiene un enorme valor. Muchos me han explicado que repetirle ciertas palabras a tu hijo, criticándolo o definiendo su conducta, lo puede marcar de por vida. No se trata de decretar cosas mágicamente, sino de que el lenguaje moldea la autopercepción. Y esa autopercepción puede abrir la puerta al hábito, y el hábito, a la virtud.

Pero les digo algo: la vulnerabilidad es parte de la vida. Dar la palabra no es una debilidad, es una forma de creer. Y sin creer en el otro, la comunidad no se puede sostener.

Así que den su palabra. No porque sea infalible, sino porque sin ella, sin ese pequeño acto de fe en el otro, no hay Derecho, no hay política, no hay comunidad posible

Apunte al aire

Hablando de palabras, platicaba con un gran amigo en estas semanas sobre lo peligroso de generar un ambiente agresivo en el debate público sobre ciertos temas. Hay quien quiere hacer guerra o batalla con las palabras. Incluso algunos lo han llamado “batalla” o “guerra” cultural. De qué se trata, pues de lo que se hace en las guerras o en las batallas, destruir al otro, quizá no con balas, pero sí con “destrozando” argumentos y peor, destruyendo con descalificaciones a la persona.

Las batallas y las guerras así sean “culturales” dividen. Una sociedad dividida nunca llega a buen puerto. Lo nuestro debe ser buscar la unidad en los grandes temas por medio del diálogo y el encuentro con el otro; claro, con caridad.