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Las manos del delirio”: crónica negra del hijo de Lorene Prieto

 


Las manos del delirio”: crónica negra del hijo de Lorene Prieto

José Herrera / 1 de mayo de 2025

En el corazón palpitante de una noche cualquiera, Santiago Ramírez —el hijo de la actriz Lorene Prieto— descendió lentamente a un abismo sin fondo. No hubo testigos. No hubo luna. Solo el zumbido persistente del pensamiento enfermo, como un cuchillo que afila su voluntad contra el hueso del alma.

Y cuando por fin lo encontraron, no tenía manos.

El hallazgo ocurrió en una vivienda silenciosa de Ñuñoa, Chile, esa comuna tranquila donde la modernidad y la música suelen ir de la mano. Pero aquel día, lo que encontraron no fue armonía, sino horror: un cuerpo vivo, desangrándose en el segundo piso, rodeado de cables, instrumentos y una sierra circular con sangre seca en los dientes metálicos. Su corazón latía. Sus ojos estaban abiertos. Pero sus manos ya no estaban allí.

Los carabineros no encontraron violencia de terceros. Solo desesperación. Solo la maquinaria invisible de una mente que se había rebelado contra sí misma.

Santiago Ramírez, músico, poeta de garajes oscuros, había sufrido un episodio de esquizofrenia paranoide. No un brote leve, sino una tormenta. Una invasión sin rostro que le susurró, tal vez durante horas, que las manos eran culpables. Que había que librarse de ellas. Que las manos traicionaban. Que eran agentes del enemigo.

Lo dijo él mismo después, con voz baja y farmacológica: “Tuve que hacerlo. Me estaban controlando a través de los dedos. Ellos me hablaban.”

¿Quiénes eran “ellos”? ¿Las voces? ¿Dioses menores? ¿Monstruos de su infancia? ¿Restos sonoros de una conciencia hecha trizas?

No lo sabemos. Y tal vez nunca debamos saberlo.

La esquizofrenia, dicen los médicos, no es una sentencia. Es una enfermedad. Pero en los ojos de Santiago, esa palabra —enfermedad— no es suficiente para explicar el abismo donde cayó. Allí no hay diagnóstico: hay ecos. Hay espejos que gritan. Hay garras que se arrastran por las paredes interiores del alma.

Lorene Prieto, su madre, no ha hecho declaraciones. ¿Qué podría decir una madre al ver a su hijo mutilado por sí mismo? ¿Cómo mirar esas muñecas vendadas sin sentir que Dios ha guardado silencio una vez más?

Santiago está vivo. Sobrevive. Habla. Pero ya no toca la guitarra. Ya no puede escribir poesía como antes. El mundo, para él, ha cambiado de forma.

Quizás, como en los cuentos de Poe, la locura no fue una ruptura súbita, sino un murmullo continuo. Una gota de agua cayendo eternamente sobre la conciencia. Y al final, la sierra circular no fue el instrumento del horror, sino la puerta de salida.

Y en esa casa de Ñuñoa, mientras los vecinos vuelven a la normalidad, algunos aseguran que todavía se escucha algo en las noches.

Un rasguño.

Un susurro.

Un ruido imposible.

Como si alguien —sin manos— intentara seguir tocando.