La sangre no siempre llama
Por Carlos Charis
La mataron entre los dos.
Uno era su sobrino.
La otra, su hija.
Y también eran pareja.
Así de jodida está la cosa en Puebla.
María Antonia tenía 64 años. Una mujer de edad, de esas que huelen a polvo, sudor seco y oraciones aprendidas.
Vivía en la colonia Tepeyac, en una casa de las que crujen hasta cuando respiras, sobre Avenida Morelos, donde todo parece moho.
Ahí murió.
Ahí la mataron.
Ahí la envolvieron con cinta, como si fuera un mueble viejo que ya no sirve para nada.
Fue el 31 de marzo.
Y aunque fingieron que todo fue un robo, la escena era más telenovela mal escrita que crimen perfecto.
Mariana, la hija, lloraba y decía que los habían sorprendido.
Que los amarraron.
Que los encapucharon.
Que le cubrieron la cabeza con plástico.
Que escuchó gritos.
Que su madre no quiso entregar el dinero.
Que todo fue muy rápido.
Que ella también fue víctima.
Mentira.
La Fiscalía no se creyó el teatro.
Porque los muertos no mienten, pero los vivos sí.
Y la verdad, como el mal olor, se cuela por todas partes.
Al mes, el comunicado llegó como llegan todos los comunicados en Puebla: tarde y con lenguaje desinfectado.
Detenidos: Mariana Rosete y Alberto Huerta.
Hija y sobrino de la víctima.
Pero también amantes.
Porque sí:
cochaban.
Planeaban.
Y cuando vieron los 150 mil pesos en efectivo, también mataron.
A golpes.
A cinta.
A odio.
Le cubrieron la cara como quien envuelve una res.
Le amarraron las manos.
Le rompieron la confianza.
Y luego se repartieron el silencio.
Pero les salió mal el acto.
Porque la sangre es terca.
Y aunque uno mate a la madre, algo siempre queda:
una gota, un hilo, una huella, una culpa.
Ahora Mariana y Alberto están encerrados.
Pero la ciudad no duerme más tranquila.
Porque allá afuera hay más Marianas.
Más Albertos.
Más casas con secretos.
Más madres solas.
Y más hijos que ya no saben lo que es querer.
La familia es la primera traición.
Lo demás es puro trámite.