San Bernabé Temoxtitla, Ocoyucan | 5 de mayo de 2025
A las once de la noche del domingo, el aire en San Bernabé Temoxtitla dejó de oler a pollos rostizados y comenzó a oler a miedo. La explosión no fue un estruendo cualquiera; fue una sacudida de esas que hacen temblar los vidrios, los perros, y el alma. Un tanque de gas explotó en una rosticería humilde, esas de toldo rojo y grasa acumulada, en el corazón de Ocoyucan. La llamarada partió la madrugada en dos y mandó a volar más que láminas: volaron certezas, techos, y la paz de una comunidad que estaba por dormirse.
Dicen los vecinos que fue como si tronara el cielo. Pero no llovió. No llovió más que miedo.
El fuego devoró la rosticería con la velocidad de un juicio divino. No dejó nada: ni vitrinas, ni pollos, ni la vieja báscula oxidada. El local quedó convertido en un altar de cenizas, rodeado por los gritos de quienes corrieron con bata de dormir y celular en mano, creyendo que había estallado una toma clandestina o que algún borracho había hecho explotar el coche. Pero no. Fue un tanque de gas. Uno más en una cadena de negligencias que ya no escandaliza a nadie.
Milagrosamente, nadie murió. Ni un herido. Pero eso no calma la rabia de quienes duermen a tres muros de distancia del peligro y la indolencia. Porque en Santa Clara no hay protocolos, hay rezos. No hay supervisión, hay costumbre. Y cuando el calor de la vida cotidiana se cocina con gas sin mantenimiento, la tragedia siempre está a punto de salir del horno.
Los servicios de emergencia llegaron con la urgencia de quien ya conoce la ruta. Rodearon el lugar con cintas amarillas, pero no pudieron contener lo que ya estaba perdido. Controlaron el fuego, sí, pero no la desconfianza. A la mañana siguiente, entre escombros humeantes, los niños caminaban de puntitas rumbo a la escuela y los adultos veían el local como quien contempla un cadáver familiar: con respeto, pero sin sorpresa.
Las autoridades aún no saben qué causó la explosión. Lo sabremos después —quizás— cuando ya no importe. Tal vez fue una fuga. Tal vez un descuido. Tal vez un castigo para una economía informal que cocina sin seguros, sin permisos, sin Dios.
Lo cierto es que la rosticería ya no está. Solo queda un cráter de ladrillos rotos, sillas derretidas, y un olor a quemado que se cuela por las ventanas de la memoria. Y en San Bernabé, la próxima vez que alguien escuche un crujido en la madrugada, no sabrá si fue un trueno o el grito de un cilindro oxidado pidiendo auxilio.
Porque aquí, en este rincón de Ocoyucan, la vida se cocina a fuego lento... y a veces explota.