En Zacatlán, mientras el pueblo subía en burro al panteón, el gobierno de José Luis Márquez Martínez quemaba gasolina como si fueran los últimos días del Apocalipsis. Cuarenta millones de pesos. En gasolina. En lubricantes. En humo. En nada.
No se trataba de surtir patrullas blindadas ni de mover ambulancias para salvar vidas. Tampoco había una flotilla de tractores sembrando esperanza. No. Se trataba de quemar dinero a la velocidad de una camioneta oficial a toda madre por la Sierra Norte.
Porque ese es el nuevo evangelio de la política municipal: gastar hasta reventar, y que los ciudadanos —como siempre— se vayan con su boleta de transparencia impresa en papel reciclado directo al archivo muerto.
Porque eso es lo que son: empresas familiares disfrazadas de proveedores, que se alimentan de los contratos públicos como hienas frente a una res carcajada. ¿Adjudicación directa? ¿Competencia real? ¿Bitácoras de consumo? ¿Auditoría preventiva? Eso son cuentos para el Instituto de Transparencia. Aquí lo que manda es el apellido, la palanca, el silencio cómplice del Cabildo, y la ceguera funcional de los diputados que le aprobaron todo.
La Auditoría Superior del Estado ya tiene la solicitud. La pregunta no es si investigarán, sino si se atreverán a destapar la cloaca. Porque aquí no se trata solo de números. Se trata de una estructura de poder que se ha incrustado como moho en las paredes del municipio.
¿Quién va a tener los huevos de enfrentarlos?
¿El Congreso local? ¿La Secretaría de la Función Pública?
¿O vamos a seguir pretendiendo que todo es normal, que cuarenta millones en gasolina es lo que cuesta mover una administración municipal en un pueblo donde el transporte más común es la combi?
Esto no es un error administrativo.
Es un saqueo planeado, firmado, legalizado y lubricado.
Y si nadie hace nada, si nadie mete las manos, si nadie prende el foco… entonces dejemos de hablar de democracia.
Porque en Zacatlán ya no gobiernan los ciudadanos.
Gobiernan los tanques llenos.
Y las conciencias vacías.